miércoles, 8 de julio de 2020

La falacia de John Kenneth Galbraith sobre la manipulación publicitaria.


Este segmento pertenece al último capítulo "Las consecuencias económicas de la intervención violenta en el mercado" del tratado de economía "Hombre, economía y estado" de Murray Rothbard. Pero antes de adentrarnos en la critica que hace el economista austriaco, es necesario conocer a quien recibe esta critica y porqué razón la recibe.

¿Quién es John Kenneth Galbrait?

John Kenneth Galbraith, como lo definió el economistas español Juan Ramón Rallo "es la prueba viviente del absoluto fracaso intelectual que han experimentado los keynesianos en este siglo". Lamentablemente, como con otros tantos economistas keynesianos, este fracaso intelectual no se ha correspondido con una equivalente pérdida de prestigio ni influencia política (el propio Kaynes, Krugman, Siglitz, Galbrait jr., etc, etc). Como señala Rallo, el último libro de Galbraith, "La economía del fraude inocente", puede considerarse, en palabras del autor, su "testamento intelectual". En poco más de 100 páginas el autor compila los conocimientos económicos que le han caracterizado durante toda su vida. En poco más de 100 páginas encontramos una maraña caótica de pensamientos confusos, ideas banales y relaciones infantiles.

De hecho, incluso el propio Galbraith reconoce en la introducción que ha sido incapaz de explicar los acontecimientos de este siglo: "Uno tiene que aceptar la continua divergencia entre las creencias aprobadas y la realidad". En otras palabras, Galbraith no ha sido capaz de explicar la realidad con una teoría sólida, y por ello propugna fijarse exclusivamente en lo que él considera una realidad objetiva. Tal extremo puede observarse con meridiana claridad en algunas frases del autor: "Lo que predomina en la vida real no es la realidad". En definitiva, la vida real no es la realidad. El error aquí, es confundir la realidad con la interpretación que uno hace de ella, lo cual como indica Rallo, demuestra escasa honestidad. La realidad siempre necesita ser interpretada previamente; si no reconocemos este hecho nos topamos con tonterías como lo es eso de que "la realidad no es real".

En todo caso, semejante confesión sirve para constatar que la ciencia económica keynesiana se ha visto completamente sorprendida por acontecimientos que no fue capaz de prever. Lo fue la Gran Depresión en los años 20, la Estanflación de los años 70, la Gran Recesión del 2008, como lo seguirán siendo muchos otros sucesos mientras aún perdure la visión económica keynesiana. 

Su estilo argumentativo se basaba fundamentalmente en dos pilares: a) reducir al absurdo la argumentación para no necesitar refutación ni confirmación alguna y b) imputar a sus enemigos intereses económicos en la defensa de sus teorías. Esta última táctica, es la que impregnan los libros de muchos marxistas, nacionalistas y demás. Ya desde un principio asegura que la teoría económica conveniente es aquella "que resulta útil a los intereses económicos, políticos y sociales dominantes". De hecho, el fraude inocente del título hace referencia al inconsciente autoconvencimiento de los estratos dominantes para adoptar una teoría económica que vaya en su provecho.

Nos encontramos, llanamente, ante burdos ataques ad hominem. Siguiendo esta argumentación, deberíamos preguntar a Galbraith (después de que él mismo reconoció que durante casi toda su vida ha trabajado para el Gobierno) cuáles fueron los intereses económicos por los que se movió su teoría intervencionista ¿Es que acaso Galbraith fue la excepción de su propio razonamiento? Debemos suponer que así lo creyó él, como otros tantos "iluminados" que han pasado por este sombrío mundo de intereses egoístas.

Pero la ocurrencia teórica por la que Galbraith ha alcanzado mayor fama ha sido la negación de la soberanía del consumidor, al considerar que la publicidad es capaz de generar coactivamente la demanda de los productos. Las personas no demandan aquello que quieren, sino aquello que los empresarios les dicen que quieran. En palabras del propio autor: "La creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época. La verdad es que nadie intenta vender nada sin procurar también dirigir y controlar su respuesta".

Dicho esto, ahora transcribiremos la critica de Rothbard, que escribiera el economista austriaco hace más de 40 años, tan aplicables hoy como en aquel momento a la teoría más conocida de Galbraith.

Hombre, economía y estado - Capítulo 12: Las consecuencias económicas de la intervención violenta en el mercado.

El profesor Galbraith y el pecado de la opulencia.

En la primera parte del siglo XX, la principal acusación que hacían al sistema capitalista los intelectuales que lo criticaban era la gran frecuencia con que, según decían, aparecía el "monopolio". En los años treinta salieron a relucir la desocupación en masa y la pobreza ("un tercio de una nación"). En la época actual, la abundancia y la prosperidad crecientes en gran medida han quitado brillo al tema de la pobreza y la desocupación; y el único "monopolio" serio parece ser el que detenta el sindicalismo obrero. Pero no por eso hay que pensar que las criticas al capitalismo han terminado. Ahora se le hacen dos cargos, aparentemente contradictorios: a) que no está "creciendo" con la rapidez suficiente; b) que lo que tiene de malo es que nos hace demasiado "opulentos". El exceso de riqueza repentinamente ha reemplazado a la pobreza, como fallo trágico del capitalismo. A primera vista, estos últimos cargos parecen contradictorios, puesto que al capitalismo se le reprocha, a un mismo tiempo, que produce demasiados bienes y, sin embargo, que no crece con bastante rapidez en cuanto a producción de bienes. La contradicción parece particularmente flagrante cuando el mismo crítico se vale de ambas líneas de ataque, como ocurre con el principal crítico del pecado de opulencia: el profesor Galbraith. Pero, tal como lo ha señalado correctamente el Wall Street ]ournal, eso no constituye en absoluto una contradicción, puesto que la opulencia excesiva se encuentra en su totalidad en el "sector privado", es decir, los bienes de que disfrutan los consumidores; la deficiencia o "inanición" está en el "sector público", que necesita mayor crecimiento.

Aunque The Affluent Society está lleno de falacias, respaldadas por afirmaciones dogmáticas y por fórmulas retóricas anticuadas, en lugar de argumentos razonados, merece aquí cierta consideración debido a su enorme popularidad.

Como la mayoría de los "economistas" que atacan la ciencia económica, el profesor Galbraith es un historicista, que piensa que la teoría económica, en lugar de asentarse sobre los hechos perdurables de la naturaleza humana, de algún modo es relativa a diferentes épocas históricas. La teoría económica "convencional", afirma, fue verdadera en épocas anteriores a la actual, que fueron tiempos de "pobreza"; hoy, sin embargo, hemos surgido de un estado de pobreza que duró siglos a una época de "opulencia", para la cual se requiere una teoría económica completamente nueva. Galbraith también comete el error filosófico de pensar que las ideas son esencialmente "refutadas por los acontecimientos"; por el contrario, en la acción humana, a diferencia de lo que ocurre en las ciencias naturales, las ideas solamente pueden refutarse con otras ideas; los acontecimientos en sí son el resultado de complejas causas que deben interpretarse con ideas correctas.

Uno de los más graves fallos en que incurre Galbraith es la arbitrariedad de las categorías "pobreza" y "opulencia", de las que está plagado su libro. En ninguna parte define lo que para él significan esos términos, y en consecuencia, en ninguna parte deja sentados patrones mediante los cuales podamos conocer, siquiera en teoría, en qué momento se pasa la frontera mágica entre "pobreza" y "opulencia", indispensable para que nazca una teoría económica enteramente nueva. Este libro y la mayoría de los que tratan sobre economía ponen en evidencia que la ciencia económica no depende de ningún arbitrario nivel de riqueza; las leyes praxeológicas fundamentales son válidas para todas las personas, en todo momento, y las leyes catalácticas de la economía de intercambio son ciertas siempre en todo lugar donde se hagan intercambios.

Galbraith atribuye gran importancia a su supuesto descubrimiento, no aceptado por otros economistas, de que la utilidad marginal de los bienes disminuye a medida que el ingreso aumenta y que, en consecuencia, los últimos 1.000 dólares de una persona no importan para ella; los primeros, en cambio, constituyen el margen de subsistencia. Pero la mayoría de los economistas conocen bien ese concepto, y este libro, por ejemplo, lo contiene. Por cierto, la utilidad marginal de los bienes disminuye a medida que el ingreso aumenta; pero el hecho mismo de que la gente siga trabajando para obtener los últimos 1.000 dólares y trabaje para tener más dinero cuando la oportunidad se presenta demuestra en forma concluyente que la utilidad marginal de los bienes es aún mayor que la des utilidad del ocio a que se renuncia. La falacia oculta que hay en Galbraith reside en un supuesto cuantitativo: del mero hecho de que la utilidad marginal de los bienes baje a medida que aumentan el ingreso y la riqueza de cada uno Galbraith concluye que ya ha bajado virtual o realmente a cero. El hecho de la declinación, sin embargo, no nos dice nada en absoluto en cuanto al grado del descenso, que según él, arbitrariamente, ha sido total. Todos los economistas, aun los más "convencionales", saben que, a medida que los ingresos han aumentado en el mundo moderno, los trabajadores se han decidido por recibir cada vez más de aquel beneficio en forma de ocio. Y tal cosa debería ser prueba suficiente de que los economistas hace tiempo que han conocido bien la verdad, supuestamente oculta, de que la utilidad marginal de los bienes en general tiende a declinar a medida que su oferta aumenta. Pero, replica Galbraith, los economistas admiten que el ocio es un bien de consumo pero no que otros bienes declinan en valor a medida que aumenta su oferta. Con seguridad se trata de una afirmación errónea; lo que saben los economistas es que, a medida que la civilización expande la oferta de bienes, la utilidad marginal de estos declina y aumenta la utilidad marginal del ocio a que se renuncia (el coste de oportunidad del trabajo), de modo que más y más el beneficio real se "obtendra" en forma de ocio. Nada hay de sorpresivo, subversivo, revolucionario u original en ese hecho evidente.

Según Galbraith, los economistas deliberadamente omiten considerar el grado de satisfacción de las necesidades. No obstante, lo hacen de forma muy apropiada, puesto que cuando las apetencias, o más bien las apetencias de bienes intercambiables, queden verdaderamente saciadas, todos lo sabremos sin demora; en ese punto, todos dejarán de trabajar, de transformar los recursos naturales en bienes de consumo, etc. No habrá necesidad de continuar produciendo, puesto que todas las necesidades de bienes de consumo habrán quedado satisfechas, o por lo menos, todas aquellas que pueden ser materia de producción e intercambio. En ese punto, cesará el trabajo de todos y la economía de mercado, de hecho, toda economía, finalizará; los medios dejarán de ser escasos en relación con los fines y todo el mundo estará disfrutando en el paraíso. Pienso que es de por sí evidente que aún no ha llegado ese momento y que no hay señales de que se presente; si llegara alguna vez, los economistas lo recibirían como la mayoría de las otras personas, no con maldiciones, sino con regocijo. A pesar de su reputación de practicar una "ciencia tétrica", los economistas no tienen intereses creados en la escasez, ni psicológicos ni de otra índole.

Pero, mientras tanto, este sigue siendo un mundo de escasez; para alcanzar los fines es preciso aplicar medios escasos y el trabajo sigue siendo necesario. Las personas todavía trabajan para obtener sus últimos 1.000 dólares de ingreso y se sentirían complacidas de aceptar otros 1.000 dólares si se los ofrecieran. Podríamos aventurar otra predicción: una encuesta no formal, realizada entre la gente, preguntándole si aceptaría unos pocos miles de dólares más de ingreso anual (real) o si sabría qué hacer con ellos, descubriría que nadie rehusaría la oferta debido a una "excesiva" opulencia o saciedad, ni por ninguna otra razón. Pocos serían los que no supieran qué hacer con su aumentada riqueza. El profesor Galbraith, por supuesto, tiene respuesta para todo esto. Esas apetencias, dice, no son reales ni auténticas; solamente han sido "creadas" en el público por los anunciadores y sus malvados clientes, los hombres de negocios, los productores. El hecho mismo de la producción "crea", por intermedio de la propaganda, las supuestas necesidades que satisface.

Toda la teoría de la excesiva opulencia de Galbraith se basa sobre el insustancial aserto de que las apetencias del consumidor son creadas artificialmente por el comercio mismo. Se trata de una afirmación que únicamente se encuentra respaldada por su continua repetición y no por prueba alguna, excepto, tal vez, por la personal aversión de Galbraith por los detergentes y otros artículos. Más importante aun es que el ataque a la malvada publicidad, que crea apetencias y degrada al consumidor, ciertamente constituye la mayor sabiduría convencional que contiene el arsenal anticapitalista.

El ataque de Galbraith contra la publicidad incluye muchas falacias. En primer lugar, no es exacto que la publicidad "crea" necesidades o demanda por parte de los consumidores. Por supuesto, trata de persuadirlos para que adquieran el producto, pero no puede crear necesidad o demanda, puesto que toda persona tiene que adoptar las ideas y valores sobre cuya base actúa, sean buenas o no. Aquí, Galbraith acepta una forma cándida de determinismo de la publicidad sobre los consumidores y, tal como todos los deterministas, deja implícita una cláusula de escape a la determinación para las personas como él, quienes, desde luego, no son manejadas por la publicidad. Si hay determinismo en la publicidad, ¿cómo puede alguien verse determinado irresistiblemente a comprar el producto mientras que el profesor Galbraith tiene libertad para resistir indignado los anuncios y para escribir un libro de denuncia contra la publicidad?

En segundo lugar, Galbraith no nos ofrece ningún patrón que nos permita resolver cuáles son los deseos "creados" y cuáles son legítimos. Por su insistencia en cuanto a la pobreza, podría pensarse que todas las necesidades por encima del nivel de subsistencia son falsas apetencias creadas por la publicidad. Por cierto, no da ninguna prueba en apoyo de tal manera de pensar. Pero, como más adelante veremos, esta tesis es absolutamente incompatible con sus propias opiniones respecto de las necesidades públicas.

En tercer lugar, Galbraith omite la distinción entre satisfacer una apetencia dada de una manera mejor e inducir nuevas apetencias. A menos que adoptemos la opinión extrema y no fundada de que todos los deseos por encima del nivel de subsistencia son "creados", debemos notar la extraña manera de proceder que se les atribuye a los hombres de negocios en los supuestos de Galbraith. ¿Por qué habrían de incurrir en gastos, molestias e incertidumbre al tratar de crear nuevas apetencias, cuando con mucho mayor facilidad podrían buscar maneras mejores y más baratas de satisfacer los deseos que ya tienen los consumidores? Si estos, por ejemplo, tienen un discernible y aparente deseo de un detergente de cierto tipo, con seguridad será más fácil y menos costoso producirlo y anunciarlo que crear una necesidad nueva, por ejemplo, un detergente azul, y gastar luego grandes cantidades de dinero en campañas publicitarias para intentar convencer a la gente de que lo que en realidad necesitan son detergentes azules, porque el azul "es el color del cielo", o por cualquier otro motivo artificial. En síntesis, el punto de vista de Galbraith sobre el sistema del comercio y el mercado no tiene sentido. Más que emprender la tarea costosa, incierta y en el fondo innecesaria de encontrar una nueva apetencia para los consumidores, la actividad de los negocios tenderá a satisfacer aquellas que ya tienen, o encontrar un producto que llene un vacío. Luego la publicidad solamente se usa como medio para: a) dar información a los consumidores acerca de que el producto se encuentra disponible y explicar para qué sirve, y b) intentar convencerlos de que este producto satisfará una apetencia dada, es decir, que será realmente un detergente del tipo requerido.

En realidad, nuestra perspectiva es la única que da sentido a las crecientes cantidades de dinero que el comercio gasta en investigaciones de mercado. ¿Por qué molestarse en investigar detalladamente qué es lo que realmente quieren los consumidores si se pueden crear las apetencias mediante la publicidad? En caso de que la producción realmente creara su propia demanda por vía de la publicidad, como lo sostiene Galbraith, el comercio jamás tendría que volver a preocuparse por pérdidas o quiebras, o por el fracaso en cuanto a vender automáticamente todo bien que de manera arbitraria se decidiera producir. Es obvio que no habría necesidad de recurrir a investigaciones de mercado, ni tampoco preocuparse por lo que los consumidores compraran. Tal imagen del mundo es precisamente lo inverso de lo que ocurre. De hecho, precisamente porque los niveles de vida de la gente se apartan en forma creciente de la línea de subsistencia, los hombres de negocios se preocupan cada vez más intensamente por lo que los consumidores quieren y habrán de comprar. La variedad de artículos que se encuentran disponibles para el consumo se extiende tanto más allá de las sencillas provisiones para la subsistencia en cantidad, calidad y amplitud de productos sustitutivos que los productores tienen que competir como jamás lo hicieron antes en cuanto a cortejar al consumidor y tratar de atraer su atención con anuncios publicitarios. La publicidad aumenta en función de la creciente intensidad de la competencia para obtener el favor del consumidor.

No solamente los hombres de negocios tenderán a producir para satisfacer lo que creen que son los deseos dados de los consumidores, sino que estos, contrariamente a lo que ocurre en el caso de los votantes, como ya vimos, tienen en el mercado una prueba directa con respecto a toda publicidad que se les presenta. Si adquieren el detergente y descubren que no cumple con los requisitos que se desean, el producto pronto caerá en el olvido. Así, toda pretensión publicitaria para productos que están en el mercado puede, de una manera rápida y fácil, ser sometida a prueba por los consumidores. Frente a tales hechos, Galbraith solamente ha podido sostener que por vía de la publicidad se crea, en forma misteriosa y siniestra, una aversión hacia los productos que realmente se necesitan.

La publicidad es uno de los terrenos en los que Galbraith, de forma curiosa y en flagrante contradicción consigo mismo, trata los negocios privados de manera diferente de las actividades del gobierno. Así, mientras se supone que el comercio "crea" apetencias para el consumidor, determinando una opulencia artificial, al mismo tiempo el descuidado "sector público" queda cada vez más desnutrido y afectado. En apariencia, Galbraith nunca ha oído hablar de propaganda gubernamental, o rehúsa reconocer su existencia. Ni siquiera menciona las hordas de agentes de prensa, publicistas y propagandistas que trabajan para las agencias del gobierno, bombardeando a los contribuyentes con propaganda que estos tienen forzosamente que pagar. Como una parte considerable de la propaganda se destina a aumentos siempre crecientes de actividades burocráticas, esto significa que G (los funcionarios del gobierno) expropian a C (la masa de contribuyentes) con el fin de poder contratar mayor número de propagandistas para G y de persuadir a los contribuyentes de que se avengan a que se les extraigan aún más fondos. Y así sucesivamente. Es extraño que, en tanto que protesta con indignación contra los anuncios sobre detergentes y automóviles en la televisión, el profesor Galbraith jamás haya tenido que soportar los tediosos avisos comerciales de los servicios públicos que el gobierno televisa. Podemos referirnos a las conferencias de Washington en favor de organizaciones privadas influyentes que sirven de "cintas de transmisión" para la propaganda gubernamental y los "informes internos" que desempeñan igual función, y la gran cantidad de impresos subsidiada por el contribuyente y que el gobierno publica, etc.

En realidad, Galbraith no solamente no considera que la propaganda gubernamental crea apetencias artificiales (y recordemos que en este campo el consumidor carece de la prueba de mercado para verificar el producto), sino que una de sus principales proposiciones se refiere a un vasto programa de lo que llama "inversión en personas", que resulta ser una inversión en gran escala en "instrucción" gubernamental destinada a "elevar" las apetencias y gustos de los ciudadanos. En resumen, Galbraith quiere que el objetivo de la sociedad sea una expansión de la "Nueva Clase" (en general, intelectuales, que, según se supone alegremente, son los únicos que realmente disfrutan con su trabajo), "con énfasis sobre la instrucción y el efecto final sobre las demandas intelectuales, literarias y artísticas".

Parece evidente que, mientras Galbraith acusa al comercio y al mercado libre de crear apetencias artificiales en el consumidor, tiene la viga en su propio ojo. Es Galbraith quien ansía retacear y suprimir las apetencias legítimas del consumidor libremente elegidas, y quien aboga por un intento masivo y coercitivo por parte del gobierno para crear apetencias artificiales, "invirtiendo en hombres", "educándolos" con el fin de dar nueva dirección a sus gustos hacia los canales refinados y artísticos, que tanto agradan al profesor. Todos tendrán que abandonar sus aficiones para que sea posible obligarlos a leer libros (¿como, por ejemplo, The Affluent Society?).

Hay otras falacias graves en el enfoque de Galbraith sobre el gobierno. Después de tanto ocuparse del hecho de que, una vez vencida la pobreza, la utilidad marginal de nuevos bienes es menor, descubre que todo funciona en forma inversa en lo referente a las "necesidades gubernamentales". Estas, de algún modo místico, quedan exceptuadas de esa ley de las apetencias marginales decrecientes; en cambio, mirabile dictu, las necesidades del gobierno aumentan a medida que aumenta la opulencia en la sociedad. De esto Galbraith salta a la conclusión de que el gobierno debe trasladar los recursos, en forma masiva y obligatoria, del "superfluo" sector privado al hambriento y necesitado sector público. Pero tal traslado no puede ocurrir sobre la base de la utilidad marginal decreciente, puesto que toda necesidad en un nivel del ingreso real más elevado tiene menor utilidad que las necesidades de quienes se ven afectados por la pobreza. Es importante poner de manifiesto, respecto de necesidades "creadas", que la propaganda del gobierno tiene mucha mayor probabilidad de "crear" apetencias que el comercio; es decir, que los mismos términos de Galbraith pueden presentarse precisamente a la inversa, para lograr el traslado del sector gubernamental al privado. Por último, Galbraith, al lamentarse por la situación del sector público, que sufre de inanición, se las arregla para omitir dar a sus lectores la información de que las estadísticas, cualesquiera que sean las fuentes que se usen, demuestran que en el último medio siglo las actividades del gobierno han crecido mucho más que las privadas. El gobierno absorbe y confisca una parte mucho mayor del producto nacional que en años anteriores. ¡Cuánto menor es la utilidad, y cuánto más justificada la cuestión, en los propios términos de Galbraith, de que se produzca un traslado desde la actividad del gobierno hacia la privada!

También supone desaprensivamente, junto con otros autores, que muchos de los servicios gubernamentales son "bienes colectivos" y que en consecuencia la empresa privada no puede prestarlos. Sin ahondar más en la cuestión de que sea o no deseable la empresa privada en estos ámbitos, hay que advertir que Galbraith está completamente equivocado. No solamente su tesis es una mera afirmación, desprovista de apoyo en los hechos, sino que, por el contrario, la historia demuestra que todo servicio individual que por lo general se supone que puede prestar exclusivamente el gobierno ha sido proporcionado por el sector privado. Esto comprende servicios tales como la educación, la construcción y el mantenimiento de carreteras, la acuñación, la entrega de correspondencia, la protección policial, el servicio de bomberos, la administración de justicia y la defensa militar, todos los cuales, según se considera a menudo, necesariamente son del exclusivo resorte gubernamental.

Hay muchas otras falacias en el libro de Galbraith, pero la tesis central de The Affluent Society ya ha quedado examinada. Una de las razones por las que Galbraith considera muy peligroso el alto consumo de la época actual es la de que gran parte se financia con el crédito al consumidor, lo que en su opinión es "inflacionario" y conduce a la inestabilidad y a la depresión. Sin embargo, como veremos más adelante, el crédito al consumidor, que nada agrega a la provisión de dinero, no es inflacionario; simplemente permite a los clientes dar nueva dirección a la forma de sus gastos, de manera de poder comprar más de lo que desean ascendiendo en sus escalas de valores. En síntesis, pueden redirigir sus gastos de los bienes no durables a los durables. Esto constituye un traslado del poder adquisitivo, no un aumento inflacionario. El dispositivo del crédito al consumidor ha sido una invención altamente productiva.

Como podía preverse, Galbraith se refiere de modo muy desdeñoso a la explicación de la inflación basada en la oferta y la demanda, y en especial a la apropiada explicación monetaria, que califica de "mística". Su punto de vista en cuanto a la depresión es puramente keynesiano y da por sentado que es causada por una deficiencia de la demanda agregada. La "inflación" es un aumento de los precios que él combatiría sea reduciendo la demanda agregada por medio de impuestos elevados o bien por controles de precios selectivos y por la fijación compulsiva de salarios y precios de los rubros importantes. Como keynesiano que es, piensa que si se eligiera el primer camino la secuela sería la desocupación, pero eso en realidad no le preocupa, puesto que daría el revolucionario paso de separar el ingreso de la producción. Esta, según parece, solamente tiene importancia debido a que proporciona ingreso. (Hemos visto que la actividad gubernamental ya ha efectuado una considerable separación.) Propone una escala móvil de seguro de desocupación, provisto por el gobierno, que debe ser mayor en la depresión que en el auge; los pagos en la depresión subirían casi hasta el salario que prevalezca (por alguna razón, Galbraith no llegaría exactamente al mismo nivel, debido al temor que lo asalta respecto de algún efecto contrario sobre la búsqueda de empleos por parte de los desocupados). No parece darse cuenta de que esa es solamente una manera de agravar y prolongar la desocupación y de subsidiar indirectamente salarios superiores a los del mercado. No es necesario recalcar las otras vaguedades en que incurre el autor, tales como su adopción de la convencional preocupación ecologista acerca del agotamiento de los recursos naturales, posición que es, por supuesto, compatible con su ataque general al consumidor.

Como hemos indicado, existe un problema en cuanto a las escaseces y conflictos en el "sector público", que continúan presentándose en los servicios del gobierno, tales como la delincuencia juvenil, los embotellamientos de tránsito, las escuelas superpobladas, la falta de espacios para estacionar, etc. Ya vimos que el único remedio que los partidarios de la actividad gubernamental pueden proponer es que se deriven más fondos de la actividad privada a la pública. Sin embargo, hemos demostrado que tal escasez, o insuficiencia, es inherente a la actividad del llamado sector público. En lugar de percatarse de la ineficiencia del gobierno, autores como Galbraith endosan la culpa a los contribuyentes y consumidores, tal como es característico que los funcionarios de aguas corrientes echen la culpa a los consumidores cuando hay escasez de agua. En ningún momento Galbraith considera siquiera la posibilidad de revivir el sector público enfermo privatizándolo.

¿De qué manera sabría Galbraith que su ansiado "equilibrio social" ha sido alcanzado? ¿Qué criterio ha fijado para guiarnos en cuanto a la cantidad de traslado que debiera haber derivado a lo público? La respuesta es: ninguna; admite sin dificultad que no hay manera de descubrir el punto óptimo de equilibrio: "No se puede aplicar una prueba, porque tal prueba no existe". Pero, después de todo, no son importantes las definiciones precisas ni el "preciso equilibrio"; para Galbraith es tan "dado" como la luz que ahora debemos pasar de la actividad privada a la pública y en una medida "considerable". Cuando hayamos llegado, lo sabremos, pues entonces el sector público nadará en la opulencia. ¡Y pensar que es él quien acusa de "mística" a la teoría monetaria de la inflación, perfectamente sólida y lógica!

Antes de dejar la cuestión de la opulencia y el ataque al consumo, la meta misma del sistema económico entero, hagamos notar dos aportes estimulantes en los últimos años, a propósito de las funciones ocultas pero importantes del consumo de artículos de lujo, en especial por parte de los "ricos". F. A. Hayek ha señalado la importante función del consumo suntuario de los ricos, que actúan como pioneros de nuevas formas de consumo y así allanan el camino para la ulterior difusión de tales "innovaciones de consumo" hasta la masa de consumidores. Y Bertrand de Jouvenel, al destacar el hecho de que los gustos refinados, estéticos y culturales se concentran precisamente en los miembros más opulentos de la sociedad, señala también que tales ciudadanos son quienes pueden prestar libre y voluntariamente muchos servicios gratuitos a los demás, que precisamente por ser libres no se computan en las estadísticas de la renta nacional.

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