viernes, 30 de marzo de 2018

En el alba de la creación #1


Capítulo #1: De dioses y hombres.

Cuando nació, Artzakhc era débil y frágil como el cristal. Apenas salió del útero de la creación, se alzo sobre la oscuridad. No tuvo miedo de ser ciego ni de estar lisiado. Se erigió como un pilar en la nada, enterró sus pies con firmeza en las tinieblas y se quedó llano como un roble. Al cabo de un tiempo se cansó de estar quieto. Entonces golpeó e insultó a sus piernas con toda su fuerza y toda su rabia, para que se movieran. Se cansó de maldecir, y al escupir un último insulto, por alguna extraña razón sintió vivas sus extremidades. Al principio temblaron, pero con cada paso, tomaron valor y con su voluntad en llamas caminó sin rumbo por el vacío. No sabía porque estaba allí, ni cuál era su destino. Solo que estaba allí, y ahora podía caminar.

Hubo una gran explosión y todo se iluminó. La luz dejó ver el rostro de Artzakhc. No tenía ojos u nariz, solo oídos y boca. No pudo contemplar lo que ahora había nacido enfrente suyo. A pesar de no poder divisarla, sintió un cálido calor, y sintió que ese calor que emitía debía ser suyo. Con sus manos abrazó el calor y lo hizo pedazos. En sus zarpas quedaron dos trozos distintos de lo que fuese que se había creado. De ellos forjó sus ojos. Entonces Artzakhc pudo ver. Al ver, vio en la nada, en ese vacío sin forma u espacio, como cientos de miles, quizá infinitos calores como el que usó para hacer sus ojos, crecieron e iluminaron la noche. Artzakhc estaba siendo testigo del nacimiento del cosmos, se asentaron flotando como burbujas hirviendo en aquel lugar sin tiempo o espacio, infinitos universos. Se sintió maravillado ante tal majestuosa belleza. Debido a esa belleza, aquel pensamiento creció en su interior, y ambicionó con poseer cada una de aquellas burbujas. Entonces, como un niño recogiendo las manzanas caídas de los arboles en un bosque, comenzó a tomar los calores y trazó un sendero de oscuridad tras su paso. Algunos fueron juntados, otros terminaron en su estómago, y con algunos formó prendas con las que tapar su desnudez. Al cabo de un tiempo, vio a una entidad desconocida sobre su cabeza. Era inmensa y tan basta como la suma de todos los calores que había recogido. Este ser, estaba fuera de si, completamente encolerizado. Lanzó un gruñido ensordecedor, escupió fuego por su boca y arremetió contra Artzakhc sin mediar palabras. El se defendió, y con sus garras abrió su tórax y arrancó su corazón. La criatura vio como Artzakhc comió aquel órgano que bombeaba vida por todo su cuerpo, y así, pereció con esa imagen grabada en su retina. Con aquella cena, se hizo de un nuevo poder. Con ese nuevo poder adquirido, Artzakhc se dio cuenta que no era el único que recolectaba aquellos calores, había otros, engendros de la oscuridad haciendo lo mismo. Con este nuevo saber, se dispuso a matarlos a todos y ser el único sobre el vacío.

Devoró todo a su paso, luchó con otros similares a él, se hizo fuerte y ganó más valor del que tenía, y más poder del que podía. Con los huesos podridos de aquellos asesinados, irguió un trono en el que se sentó y esperó a que tarde o temprano el resto de sus hermanos vinieran por él. Los pocos que quedaban, decidieron sacrificarse para vencerlo. Se sirvieron como cena al más fuerte allí presente, y este consumió hasta la última gota de su energía. Cuando su vientre estuvo lleno, al igual que su hermano Artzakhc, eligió un nombre y se llamó Yaqqith. Ardiendo en fuerza y lleno de determinación, Yaqqith se adentró en sus dominios, en las entrañas del reino que había construido con todas las muertes y todos los universos recolectados, y al llegar hasta su trono se dispuso a pelear por el control de la creación contra su hermano. La batalla hizo temblar el vacío y la creación fraguada en su interior. Sus armas de metal y acero mellado colisionaron una y otra vez, y escupieron chispas y rayos y se llenaron de hendiduras. Combatieron hasta que sus armaduras se desquebrajaron bajo el filo de sus lanzas. Hasta que sus espadas se quebraron por los constantes golpes efectuados. Entonces cuando todas sus armas fueron destruidas y ambos llegaron al límite, se dieron cuenta que ninguno podía vencer al otro. Uno le extendió el brazo al otro, y lo ayudó a levantarse sobre las tinieblas. Con sus manos fundidas en señal de respeto, engendraron una nueva hermandad. Abandonaron la violencia y con la sabiduría que habían obtenido después de todas las muertes obradas, y todos los universos acumulados bajo su inexorable sombra, se dieron cuenta que pelear, era en vano. De todos los infinitos calores, solo había quedado uno en píe después de la batalla. Acordaron protegerlo, pues descubrieron que en el, había algo llamado espacio, y algo llamado tiempo. En este espacio y en este tiempo, sucedían historias, quizá, infinitas historias, de seres que no representaban siquiera un átomo, un sueño pasajero comparado con la grandeza, e inmensidad de Artzakhc y Yaqqith. En este universo, viajeros que huían de los calores afectados por el combate, llegaron en busca de resguardo a través de portales, conductos que se abrían paso entre el vacío de la creación. En las barrigas de estas criaturas, como una solitaria, se acrecentó un odio insoportable, tan cierto y tan inquebrantable como la determinación que movió a Artzakhc en el alba de la existencia. De este universo, hicieron un campo, sembraron la semilla de su idea, pronto creció un tallo, se elevó por los aires un tronco con firmeza, sus raíces se abrieron camino y sus fuertes ramas alcanzaron las estrellas. Allí, los habitantes escucharon sus historias entre lagrimas, se compadecieron de las muertes, y pronto comenzaron a proclamar venganza por los espacios y los tiempos vecinos. Dejaron de adorar a los dos hermanos, repudiaron sus títulos de dioses, y a partir de aquel momento, los bautizaron asesinos, genocidas cósmicos.

Sin nada que hacer, u a donde ir, los hermanos se abandonaron al descanso, dejaron que la historia fluyera como un estanque en primavera, siguieron la corriente, y esperaban contemplar a donde caería toda el agua llevada por la misma. De pronto, una brisa repentina empuja por los aires una hoja otoñal, seca y naranja como el alboreo de la mañana, hasta dejarla caer sobre las aguas de aquel estanque. En el se mese con tranquilidad, se deja llevar por el riachuelo, y nada perturba su viaje, y nada lo hará por un tiempo. Su nombre era Salikk, un joven gurú de las ciencias proveniente de un mundo llamado Kratarius. Su vida no era emocionante, era gélida y se hundía en el fango de la rutina. Estudiaba las flores, los arboles y todas las plantas que habitaban su hogar. Investigaba que propósito cumplían en aquel ecosistema, cuales eran sus propiedades, si eran comestibles, si podían usarse como medicamentos, o como curas para las enfermedades que azotaban aquel lugar. Un día mientras vagaba por un bosque silvestre a las afueras de la ciudad conocida como Yasagoth, al norte de la península de Ugameth, vio como el tiempo se desgarró a la mitad, y comenzó a abrirse. De esa grieta en el espacio, salieron seres de todas las edades y de todas las alturas, pero ninguno le llamó tanto la atención como la niña que salió al final. Era pequeña, probablemente una adolescente para su raza, su piel era celeste como el cielo de Kratarius, sus ojos eran fosos oscuros como una noche sin estrellas, y su voz, a pesar de no entender la lengua en la que hablaba, era como el canto de las sirenas que habitaban en el océano Albanado. Un hombre viejo, encorvado sobre un bastón, la llamó, y el escuchó perfectamente su nombre. Era Lakshmi. Salikk no lo sabía, pero en su destino y en el de la creación, se había escrito que ella sería una pieza importante para el futuro. Posiblemente el eje principal, que desencadenaría la venganza.