domingo, 14 de junio de 2020

¿Cómo funciona el mecanismo del mercado? por Ludwig Von Mises.


Ludwig Von Mises, el destacado economista austriaco, explica de manera detallada el funcionamiento de la economía de mercado, destacando la función empresarial, el papel de las perdidas y ganancias, el sistema de precios y el cálculo económico, como los puntos que lo vuelven el mecanismo económico más eficaz para organizar la producción y alcanzar el máximo progreso social.

Su explicación corresponde al 2do capítulo del libro titulado "Burocracia", en donde compara el sistema de gestión empresarial dentro de una economía de mercado, con la gestión burocrática tanto en un estado totalitario como en una democracia.

Capítulo 2 de la obra "Burocracia": El beneficio empresarial

1. Cómo opera el mecanismo de mercado.

El capitalismo o economía de mercado es aquel  sistema de cooperación y de división social del trabajo que se basa en la propiedad privada de los medios de producción. Los factores materiales de la producción son propiedad de ciudadanos individuales, los capitalistas y los terratenientes. Las instalaciones industriales y las explotaciones agrícolas son manejadas por empresarios privados, es decir, por individuos o asociaciones de individuos que poseen el capital y la tierra, o bien los han tomado prestados o en arriendo de los propietarios. La empresa libre es lo característico del capitalismo. El objetivo de toda persona emprendedora —sea hombre de negocios o agricultor— consiste en obtener beneficios.

Los capitalistas, los empresarios y los agricultores cooperan en la dirección de los asuntos económicos. Son el timón y dirigen el rumbo de la nave. Pero no tienen libertad para establecer su curso. No son soberanos sino solamente los timoneles obligados a obedecer incondicionalmente las órdenes del capitán. El capitán es el consumidor.

Ni los capitalistas, ni los empresarios, ni los agricultores determinan lo que ha de producirse. Son los consumidores quienes lo hacen. Los productores no producen para su propio consumo, sino para el mercado. Intentan vender sus productos. Si los consumidores no compran los bienes que se les ofrecen, el hombre de negocios no puede recuperar los desembolsos efectuados. Pierde su dinero. Si fracasa en ajustar su modo de proceder a los deseos de los consumidores, en seguida será removido de su eminente posición de timonel. Será reemplazado por otros hombres que satisfacen mejor la demanda de los consumidores.

En el sistema capitalista de economía de mercado los amos reales son los consumidores. Al comprar y al abstenerse de comprar, son ellos los que deciden quién se apropiará del capital y quién dirigirá las instalaciones. Determinan lo que se ha de producir y en qué cantidad y de qué calidad. Sus actitudes originan el beneficio o la pérdida para el empresario. Hacen ricos a los pobres y pobres a los ricos. No son amos cómodos. Están llenos de caprichos y de fantasías; son mudables e imprevisibles. Les tienen sin cuidado los méritos anteriores. Tan pronto como se les ofrece algo que les parece mejor o que resulta más barato, abandonan a sus antiguos proveedores. Para ellos sólo cuenta su propia satisfacción. No se preocupan ni de los intereses establecidos de los capitalistas ni del destino de los trabajadores que pierden sus empleos, si, como consumidores, dejan de comprar lo que compraban antes.

¿Qué se quiere decir cuando afirmamos que la producción de cierto artículo A no compensa? Sencillamente, que los consumidores no quieren pagar a los productores de ese artículo lo suficiente para poder cubrir los costes de los factores de producción necesarios, mientras que otros productores se encuentran con que sus ingresos superan a los costes de producción. La demanda de los consumidores sirve de instrumento para asignar los diversos factores de producción a las diferentes ramas de bienes de consumo fabricados. De este modo los consumidores deciden cuánta materia prima y cuánto trabajo deberán emplearse para fabricar el producto A y cuánto en relación con otras mercancías. De ahí que carezca de sentido establecer el contraste entre producción para el beneficio y producción para el uso. En razón de la motivación del beneficio, el empresario se ve forzado a proporcionar a los consumidores aquellos bienes que éstos buscan con mayor premura. Si el empresario no se viese compelido por la motivación del beneficio, podría producir más de A, aun cuando los consumidores prefirieran otra cosa. La motivación del beneficio constituye precisamente el factor que obliga al hombre de negocios a proveer de la manera más eficiente aquellos artículos que los consumidores más desean.

Así, pues, el sistema capitalista de producción constituye una democracia económica en la que cada penique otorga un derecho a votar. Los consumidores son el pueblo soberano. Los capitalistas, los industriales, comerciantes, agricultores, son los mandatarios de la gente. Si no obedecen, si fracasan en su tarea de producir al menor coste posible lo que los consumidores requieren, pierden su puesto. Su labor es un servicio al consumidor. El beneficio y la pérdida son los instrumentos mediante los cuales los consumidores conservan firmemente en sus manos las riendas de todas las actividades económicas.

2. El cálculo económico.

La preeminencia del sistema capitalista radica en el hecho de que es el único sistema de cooperación social y de división del trabajo que hace posible aplicar un método de cálculo y de cómputo al planear nuevos proyectos y al apreciar la utilidad en el funcionamiento de las fábricas, los talleres y las explotaciones agrícolas que ya están trabajando. La impracticabilidad de todos los esquemas de socialismo y de planificación central reside en la imposibilidad de cual quier clase de cálculo económico en ausencia de la propiedad privada de los medios de producción y, por consiguiente, en la de precios de mercado para esos factores.

El problema a resolver en la gestión de los asuntos económicos es el siguiente. Existen incalculables especies de factores materiales de producción, y, dentro de cada clase, éstos difieren entre sí tanto respecto a sus propiedades físicas como en relación con los lugares en que se puede obtenerlos. Hay millones y millones de trabajadores que difieren ampliamente en lo que respecta a su capacidad de trabajo. La tecnología nos proporciona información acerca de innumerables posibilidades, considerando lo que se puede lograr mediante el empleo de estos recursos naturales, de bienes de capital y de fuerza de trabajo para la producción de bienes de consumo. ¿Cuáles de estos procedimientos y planes potenciales resultan más ventajosos? ¿Qué habría que hacer para que contribuyan lo más posible a la satisfacción de las necesidades más urgentes? ¿Qué es lo que debería posponerse o descartarse, dado que su realización distraería factores de producción de la ejecución de otros proyectos que contribuirían en mayor medida a la satisfacción de tales necesidades?

Es claro que no se puede responder a estas preguntas mediante ningún cálculo en especie. Para poder calcular una variedad de cosas, es preciso que exista un denominador común a todas ellas.

En el sistema capitalista toda asignación y toda planificación se basa en los precios de mercado. Sin ellos, todos los proyectos y planes de los ingenieros serían un pasatiempo académico. Son ellos los que demuestran lo que puede hacerse y cómo. Pero no están en posición de determinar si la realización de cierto proyecto incrementaría realmente el bienestar material, o si la retirada de los escasos factores de la producción de otros campos no pondrá en peligro la satisfacción de necesidades más apremiantes, es decir, de necesidades que los consumidores consideran más urgentes. Lo que orienta la planificación económica es el precio del mercado. Sólo éste puede responder a la pregunta de si la ejecución de un proyecto P rendiría más de lo que cuesta, o sea si resultará más útil que la ejecución de otros planes concebibles que no pueden realizarse debido a que los factores necesarios para su producción se emplean para llevar a cabo el proyecto P.

Se ha objetado con frecuencia que esta orientación de la actividad económica de acuerdo con la motivación del beneficio (por ejemplo, de acuerdo con la medida de un superávit de rendimiento sobre los costes) deja fuera de consideración los intereses generales de la nación para tomar en cuenta solamente los intereses egoístas de los individuos, que a menudo son diferentes de los intereses nacionales e incluso contrarios a ellos. Esta idea subyace en el fondo de toda planificación totalitaria. El control gubernamental de los negocios es reclamado por los partidarios de la dirección autoritaria con miras al bienestar de la nación, mientras que la libre empresa, movida por el exclusivo propósito de obtener beneficios, pone en peligro los intereses nacionales.

El argumento se ejemplifica en nuestros días citando el problema del caucho sintético. Bajo el gobierno del nacionalsocialismo, Alemania desarrolló la producción de caucho sintético, mientras que Inglaterra y Estados Unidos, debido a la supremacía de la libre empresa que persigue el beneficio, no se preocuparon por la no rentable elaboración de tan costoso sucedáneo. En consecuencia, descuidaron un artículo importante para la preparación de la guerra y expusieron su independencia a un serio peligro.

Nada puede ser más espurio que este razonamiento. Nadie ha afirmado jamás que la dirección de una guerra y la preparación de las fuerzas armadas de una nación para la emergencia de un conflicto sea tarea que pueda o deba dejarse en manos de los ciudadanos individuales. La defensa de la seguridad de una nación o de una civilización contra la agresión por parte de enemigos externos e internos es el primer deber de todo gobierno. Si todos los hombres fueran amables y virtuosos, si ninguno codiciase lo que pertenece a otros, no habría necesidad de gobiernos, de ejércitos y de armadas, de policías, de tribunales y de prisiones. Deber del gobierno es hacer las previsiones para la guerra. A ningún ciudadano individual o grupo de ciudadanos puede inculpárseles si el gobierno fracasa en esos esfuerzos. La responsabilidad es siempre del gobierno, y en consecuencia —en una democracia— de la mayoría de los electores.

Alemania se preparaba para la guerra. Cuando el estado mayor alemán se dio cuenta de que Alemania no podría importar caucho natural para la guerra, decidió alentar la producción nacional de caucho sintético. No es preciso investigar si las autoridades militares británicas o norteamericanas estaban o no convencidas de que sus países, incluso en el caso de una nueva guerra mundial, podrían contar con las plantaciones de caucho de Malasia y de las Indias Holandesas. En todo caso, no consideraron necesario almacenar caucho natural o embarcarse en la producción de caucho sintético. Algunos hombres de negocios norteamericanos e ingleses estudiaron el desarrollo de la producción alemana de esta materia; mas como el coste del producto sintético resultaba considerablemente más elevado que el del producto natural, no podían aventurarse a imitar el ejemplo de los alemanes. Ningún empresario puede invertir dinero en un proyecto que no ofrece perspectivas de lucro. Es precisamente este hecho el que hace soberanos a los consumidores y el que obliga al empresario a producir lo que los consumidores exigen perentoriamente. Los consumidores, esto es, el público norteamericano e inglés, no estaban dispuestos a tolerar precios del caucho sintético que habrían hecho rentable su producción. El medio más barato de aprovisionarse de caucho era, para los países anglosajones, producir otras mercancías, por ejemplo, motores de vehículos y diversas máquinas, vender tales cosas en el exterior e importar caucho natural.

Si los gobiernos de Washington y Londres hubieran podido prever los acontecimientos de diciembre de 1941 y los de enero y febrero de 1942, habrían tomado medidas para asegurar la producción nacional de caucho sintético. Es irrelevante con respecto a nuestro problema el método que hubieran elegido para financiar esta parte del gasto de defensa. Habrían podido otorgar subsidios a las fábricas afectadas, o, por medio de los aranceles, habrían podido elevar el precio interior dei caucho hasta un nivel que hubiera hecho rentable la producción de caucho sintético en el país. En todo caso, la gente se habría visto obligada a pagar por lo que se hubiera hecho al respecto.

Si el gobierno no adopta medidas en orden a la defensa, ningún capitalista o empresario podrá cubrir el fallo. Censurar a ciertas empresas químicas por no haber emprendido la producción de caucho sintético no es más sensato que condenar a la industria del motor por no haber convertido sus plantas en fábricas de aviones inmediatamente después de la subida de Hitler al poder. O bien, estaría igual de justificado censurar a un profesor universitario por haber malgastado su tiempo escribiendo un libro sobre historia de Norteamérica o de filosofía en lugar de dedicar todos sus esfuerzos a entrenarse para sus futuras funciones en la Fuerza Expedicionaria. Si el gobierno fracasa en su tarea de equipar a la nación para repeler un ataque, ningún ciudadano particular tiene posibilidad alguna para remediar el mal, salvo criticar a las autoridades dirigiendo al soberano —los electores— discursos, artículos y libros.

Muchos médicos opinan que la forma en que sus conciudadanos gastan el dinero es totalmente disparatada y contraria a sus necesidades reales. La gente, dicen, debería cambiar su régimen alimenticio, restringir su consumo de bebidas alcohólicas y de tabaco y emplear su tiempo libre de manera más razonable. Probablemente, tales doctores tienen razón. Pero la misión del gobierno no es mejorar el comportamiento de sus ‘súbditos’. Ni tal es la tarea de los hombres de negocios. Ellos no son los guardianes de sus clientes. Si el público prefiere las bebidas fuertes a las suaves, los empresarios han de conformarse a esos deseos. Quien quiera reformar a sus conciudadanos tiene que recurrir a la persuasión. Este es el único medio democrático de llevar a cabo las transformaciones. Si un hombre fracasa en sus esfuerzos por convencer a otros de la bondad de sus ideas, debe achacarlo a su propia incapacidad. No debe reclamar una ley, esto es, la compulsión y coacción mediante la fuerza pública.

El último fundamento del cálculo económico consiste en la evaluación de los bienes de todos los consumidores por parte de todo el público. Verdad es que estos consumidores son falibles y que su juicio resulta a veces equivocado. Podemos admitir que si la gente estuviera mejor instruida, apreciaría de forma diferente los diversos artículos. No obstante, tal como es la naturaleza humana, carecemos de medios para sustituir la superficialidad de la gente por la profunda sabiduría de una autoridad infalible.

No afirmamos que los precios de mercado hayan de ser considerados como expresión de un valor perenne y absoluto. No existen cosas tales como valores absolutos, independientes de las preferencias subjetivas de hombres que se equivocan. Los juicios de valor son resultado de la arbitrariedad humana. Reflejan todos los defectos y la debilidad de sus autores. Sin embargo, la única alternativa para la determinación de los precios de mercado mediante la elección de todos los consumidores consiste en la determinación de los valores a través del juicio de un pequeño grupo de hombres, no menos expuestos a error y frustración que la mayoría, pese al hecho de ser llamados autoridad’. No se trata de cómo se determinan los valores de los bienes de consumo, si están fijados por una decisión autoritariao por la elección de todos los consumidores —el pueblo en su conjunto—: los valores son siempre relativos, subjetivos y humanos, jamás absolutos, objetivos y divinos.

Lo que debemos tener en cuenta es que, dentro de una sociedad de mercado, organizada sobre la base de la libre empresa y de la propiedad privada de los medios de producción, los precios de los bienes de consumo se reflejan fiel y rigurosamente en los precios de los diversos factores que se requieren para su producción. De esta manera es posible descubrir, mediante un cálculo preciso, los que son más ventajosos y los que lo son menos entre la indefinida multitud de procesos de producción imaginables. ‘Más ventajoso’ significa, en este contexto, un empleo de esos factores de producción de una manera tal, que tenga prioridad la producción de bienes de consumo más perentoriamente exigidos por los consumidores, sobre la producción de artículos demandados con menos urgencia por los mismos. El cálculo económico hace posible que las em presas ajusten la producción a las demandas de los consumidores. Por otra parte, en cualquier variedad de socialismo, la oficina central que dirige la producción se encuentra en la más completa incapacidad para establecer un cálculo económico. Donde no existen mercados, y en consecuencia no hay precios de mercado para los factores de la producción, éstos no pueden ser elementos de cálculo.

Para un completo entendimiento de estos problemas, tenemos que tratar de captar la naturaleza y el origen del beneficio. En un hipotético sistema sin ninguna clase de cambio no existirían en absoluto ni beneficios ni pérdidas. En semejante mundo estacionario, en el que nada nuevo tiene lugar, de manera que todas las condiciones económicas siguen siendo permanentemente las mismas, la suma total que tiene que gastar un fabricante en los factores de producción requeridos será igual,al precio que obtenga por el producto. Los precios que hayan de pagarse por los factores materiales de producción, los salarios y el interés del capital invertido absorberían todo el precio del producto. No quedaría ningún margen de beneficio. Obviamente, un sistema semejante no tendría función económica alguna. Puesto que las cosas que se producen hoy son las mismas que se producían ayer, anteayer, el año pasado y hace diez años, y puesto que la misma rutina prosigue siempre al no tener lugar cambios en el suministro o en la demanda, sea de los consumidores de bienes o de sus productores, sea en los métodos técnicos, y al ser estables todos los precios, no queda sitio para ninguna actividad empresarial.

Pero el mundo real está en constante cambio. Las cifras de población, los gustos y las necesidades, el suministro de los factores de producción y los métodos tecnológicos se hallan en un flujo constante. En tal estado de cosas se impone un continuo ajuste de la producción al cambio de las condiciones. Y aquí es donde el empresario entra en escena.

Quienes desean obtener beneficios están siempre buscando oportunidades para ello. En cuanto descubren que la relación de los precios de los factores de producción con los precios anticipados de los productos parecen ofrecer una oportunidad en tal sentido, intervienen. Si su apreciación de todos los elementos implicados ha sido correcta, obtienen un beneficio. Pero inmediatamente comienza a producir efecto la tendencia a la desaparición de tales beneficios. Como resultado de los nuevos proyectos iniciados, suben los precios de los factores de producción en cuestión y, por otra parte, empiezan a descender los de los productos. Los beneficios son un fenómeno permanente tan sólo porque siempre existen cambios en las condiciones del mercado y en los métodos de producción. Quien quiere obtener beneficios tiene que estar siempre alerta ante las nuevas oportunidades. Y al buscar el beneficio, ajusta la producción a la demanda del público consumidor.

Podemos ver el conjunto del mercado de los factores de producción, incluido el trabajo, como una subasta pública. Los postores son los empresarios. Las pujas más elevadas están limitadas por su expectativa de los precios que los consumidores están dispuestos a pagar por los productos. Los otros licitadores que compiten con ellos, si no quieren quedarse con las manos vacías, se hallan en la misma situación. Todos actúan como mandatarios de los consumidores. Pero cada uno de ellos representa un aspecto diferente de las necesidades de los consumidores, ya sea algún otro artículo, o bien otro medio de producir el mismo artículo.La competencia entre los distintos empresarios es esencialmente una competencia entre las diversas posibilidades que se les abren a los individuos para remover, en la medida de lo posible, su malestar mediante la adquisición de bienes de consumo. La decisión de cualquier hombre de adquirir un frigorífico y de posponer la compra de un nuevo automóvil constituye un factor determinante en la formación de los precios de los automóviles y de los frigoríficos. La competencia entre los empresarios refleja esos precios de los bienes de consumo en la formación de los precios de los factores de producción. El hecho de que las diversas necesidades del individuo que están en conflicto entre sí, debido a la escasez inexorable de los factores de producción, estén representadas en el mercado por diferentes empresarios que compiten entre sí, hace que esos factores tengan unos precios que hacen el cálculo económico no sólo posible sino también imperativo. El empresario que no calcule o tome en consideración el resultado del cálculo no tardará en quebrar y en ser removido de su función directora.

Ahora bien, en una comunidad socialista, en la que sólo hay un director, no existen precios de los factores de producción ni cálculo económico. En la sociedad capitalista, un factor de producción avisa al empresario por medio del precio: «Déjame en paz; estoy destinado para la satisfacción de otra necesidad más urgente.» Pero bajo el socialismo estos factores de producción son mudos. No dan ninguna pista al planificador. La tecnología le ofrece una gran variedad de soluciones posibles para el mismo problema. Cada una de ellas requiere el desembolso de otras especies y cantidades de varios factores de producción. Pero como el director socialista no puede reducirlos a un común denominador, no puede averiguar cuál de ellos resulta más ventajoso.

Verdad es que, bajo el socialismo, no habría beneficios discernibles ni pérdidas perceptibles. Donde no hay cálculo no hay medio de obtener respuesta a la cuestión de si los proyectos planificados o realizados son los más adecuados para satisfacer las necesidades más urgentes; éxito y fracaso permanecen desconocidos en la oscuridad. Los defensores del socialismo se equivocan lamentablemente al considerar la ausencia de beneficios y de pérdidas visibles como una excelente indicación. Ello constituye, por el contrario, el vicio esencial de cualquier administración socialista. No es una ventaja ignorar si lo que se está haciendo es un medio deseable para alcanzar el fin previsto o si, por el contrario, no lo es. La dirección socialista es como un hombre obligado a pasarse toda la vida con los ojos vendados.

Se ha objetado que el sistema de mercado resulta, en todo caso, bastante inadecuado bajo las condiciones creadas por una gran guerra. Si se dejase solo el mecanismo del mercado, sería imposible que el gobierno obtuviera todo el equipo necesario. La escasez de los factores de producción que se requieren para producir armamentos se malgastaría en usos civiles que, en caso de guerra, han de ser considerados como menos importantes, incluso como lujo y despilfarro. Así, pues, se hace imperativo echar mano del sistema de prioridades establecido por el gobierno y crear el necesario aparato burocrático.

El error de este razonamiento consiste en que ignora que la necesidad de dar al gobierno completo poder para determinar cómo han de ser empleadas las diversas materias primas no constituye una consecuencia de la guerra sino de los métodos aplicados a la financiación de los gastos bélicos.

Si la cantidad total de dinero necesario para la conducción de la guerra hubiese sido reunida mediante impuestos y empréstitos públicos, todo el mundo se habría visto obligado a restringir drásticamente su consumo. Con un ingreso de dinero muy inferior que al principio (después de los impuestos), los consumidores habrían dejado de comprar muchos bienes que acostumbraban a comprar antes de la guerra. Los fabricantes, precisamente porque se mueven por un motivo de beneficio, suspenderían la producción de tales bienes civiles y se desviarían a la producción de aquellos bienes que el gobierno (que, en virtud de la afluencia de impuestos, es ahora el mayor comprador en el mercado) estuviese dispuesto a adquirir.

No obstante, una gran parte del gasto bélico se financia mediante un incremento de la moneda en circulación y con préstamos de los bancos comerciales. Por otra parte, bajo el control de precios resulta ilegal elevar los precios de los artículos. Con mayores ingresos monetarios y con precios estables de los artículos, la gente no sólo no restringe sus compras de bienes de consumo, sino que las aumenta.

Para evitar esto, fue preciso recurrir al racionamiento y al establecimiento de prioridades por el gobierno. Tales medidas fueron necesarias porque la previa interferencia del gobierno, que había paralizado el funcionamiento del mercado, originó unas condiciones paradójicas y altamente insatisfactorias. Lo que hizo inevitable el sistema de prioridades no fue la insuficiencia del mecanismo del mercado, sino la inadecuada intromisión previa del gobierno en el mismo. Como en muchos otros casos, los burócratas ven en el fracaso de sus medidas precedentes una prueba de que son necesarias ulteriores intromisiones en el sistema de mercado.

3- La gestión en el sistema de beneficios.

Todas las transacciones mercantiles se examinan calculando minuciosamente los beneficios y las pérdidas. Los nuevos -proyectos se someten a un preciso escrutinio de las oportunidades que ofrecen. Cada paso hacia su realización se refleja en los diversos asientos contables. La cuenta de pérdidas y ganancias muestra si el conjunto de los negocios o alguna de sus partes es o no rentable. Las cifras del libro mayor sirven de guía para la conducción del conjunto de los negocios y de cada una de sus divisiones. Las ramas que no merecen la pena son descartadas, las que rinden beneficios se expansionan. No se emprende ningún negocio que no sea rentable si no se da la perspectiva de que lo sea en un futuro no demasiado lejano.

Los refinados métodos de la moderna teneduría de libros, de contabilidad y de estadística económica proporcionan al empresario una imagen fiel de todas sus operaciones. Este puede apreciar el éxito o fracaso de cada una de sus transacciones. Con la ayuda de esos informes, puede controlar las actividades de todos los departamentos que le conciernen, sin preocuparse de su extensión. Es claro que dispone de cierto margen de discrecionalidad para determinar la distribución de los costes generales; pero, a parte de esto, las cuentas ofrecen un fiel reflejo de todo lo que está pasando en cada rama o departamento. Los libros y los balances son la conciencia del negocio y, al mismo tiempo, constituyen la brújula del hombre de empresa.

La teneduría de libros y la contabilidad le son tan familiares que no cae en la cuenta de lo maravillosos instrumentos que son. Necesitaron un gran poeta y escritor para ser apreciados en su auténtico valor. Goethe llamó a la teneduría de libros por partida doble «una de las más bellas invenciones del espíritu humano». Observó que, por medio de ella, el hombre de negocios puede apreciar en cualquier momento la marcha general, sin necesidad de perderse en los detalles.

La caracterización goethiana da en el blanco del asunto. El mérito de la gestión empresarial radica, precisaménte, en el hecho de que proporciona al director un método con el que puede supervisar el conjunto y cada una de sus partes sin quedar atrapado en una red de detalles y bagatelas.

El empresario se halla en condiciones de separar el cálculo de cada parte de su negocio de manera tal que puede determinar el papel que juega dentro de la empresa. Para el público, cada firma o empresa constituye una unidad indivisa. Pero a los ojos de su director se compone de varias secciones, cada una de las cuales es vista como una entidad separada y se aprecia de acuerdo con la proporción en que contribuye al éxito de toda la empresa. Dentro del sistema de cálculo económico, cada sección representa una unidad completa, como si fuera un hipotético negocio independiente. Se da por sentado que esta sección se ‘apropia’ una parte definida del capital total empleado en la empresa, que se lo compra a otras secciones y que se lo vende, que tiene sus propios gastos e ingresos, que sus tratos concluyen en un beneficio o en una pérdida que se imputa a su propia gestión de los asuntos como separada de los resultados logrados por las demás secciones. Así, pues, el director general de toda la empresa puede asignar a la administración de cada sección un gran margen de independencia. El director general no tiene necesidad de molestarse por los menores detalles de cada sección. Los directores de las distintas secciones pueden tener mano libre en la administración de ‘asuntos internos’ de la sección. La única consigna que el director general da a los hombres a quienes confía la dirección de las diversas secciones, departamentos y ramas es obtener todo el beneficio posible. Y un examen de las cuentas le muestra en qué medida han tenido éxito o han fracasado en la ejecución de esta consigna.

En una empresa de gran escala, muchas secciones solamente producen parte de sus productos semiacabados que no se venden directamente, sino que son utilizadas por otras secciones para manufacturar el producto final. Este hecho no altera las condiciones descritas. El director general compara los costes ocasionados por la producción de tales partes de productos semielaborados con los precios que hubiese tenido que pagar por ellos si hubiera tenido que comprarlos a otras firmas. Se enfrenta siempre con la pregunta: ¿Vale la pena producir esas cosas en nuestras propias factorías? ¿No sería más conveniente comprárselas a otras fábricas especializadas en su producción?

De esta manera puede dividirse la responsabilidad dentro de la estructura de una empresa que persigue beneficios. Cada director de departamento responde de la gestión del mismo. Se acredita si las cuentas muestran un beneficio y se desacredita si, en cambio, presentan pérdidas. Su propio interés egoísta le empuja a cuidarse y a esforzarse lo más posible en la gestión de los asuntos de su sector. Si incurre en pérdidas, será su víctima. Será sustituido por otra persona que el director general espera que tendrá más éxito, o bien se suprimirá toda la sección. En cualquier caso, será despedido y perderá su empleo. Si logra obtener beneficios, verá incrementados sus ingresos o, por lo menos, no corre el riesgo de perderlos. Para que un director de departamento se interese por la buena marcha del mismo, carece de importancia que participe o no en los beneficios. Su destino se halla íntimamente conexo, en cualquier caso, con el de su departamento. Al trabajar por él, no solamente trabaja para su patrón sino también para sí mismo.

Sería contraproducente restringir la discrecionalidad de un director subordinado responsable mediante una excesiva interferencia en los detalles. Si es eficiente, tal intromisión sería, en el mejor de los casos, superflua, si no perjudicial al atar sus manos. Si es ineficiente, no haría más afortunadas sus actividades: sólo servirá para proporcionarle la manca excusa de que el fracaso fue debido a las instrucciones inadecuadas de su superior. La única instrucción requerida se entiende por sí misma y no es necesario que se mencione explícitamente: obtención de beneficios. Además, la mayor parte de los detalles pueden y deben dejarse al jefe de cada departamento.

Este sistema ha sido el instrumento de la evolución de la empresa moderna. La producción en gran escala en el país y en otros países, los almacenes generales y las cadenas de establecimientos están todos ellos estructurados según el principio de la responsabilidad de los directores subordinados. Lo cual no equivale, en modo alguno, a limitar la responsabilidad del director general. Los subordinados solamente son responsables ante él. No le liberan del deber de encontrar el hombre adecuado para cada empleo.

Si una firma de Nueva York establece sucursales, tiendas o factorías en Los Angeles, en Buenos Aires, en Budapest y en Calcuta, el director general establece la relación de los auxiliares con la oficina principal o la compañía de origen sólo en términos muy generales. Todas las cuestiones menores se sitúan en el rango de deberes de los directores subordinados. El departamento de intervención de cuentas de la oficina principal inspecciona cuidadosamente las transacciones financieras del sector e informa al director general en cuanto aparece cualquier irregularidad. Se toman precauciones para prevenir el derroche irreparable del capital invertido en la rama de que se trate, la pérdida de la clientela de toda la empresa, así como la reputación o una posible colisión entre la política de la rama y la de las oficinas centrales. Pero al director local se le deja la mano libre para todo lo demás. Se puede depositar confianza en el jefe de una dependencia, de un departamento o de una sección, dado que sus intereses coinciden con los del conjunto de la empresa. Si gastase demasiado en operaciones corrientes o descuidase alguna oportunidad de transacciones beneficiosas, pondría en peligro no sólo los beneficios de la empresa, sino su propia posición. No se trata simplemente de un empleado asalariado, cuyo único deber consiste en el consciente cumplimiento de una tarea precisa, definida: él mismo es un hombre de negocios, como si fuese un hermano menor del empresario, siendo indiferentes los términos contractuales y financieros de su empleo. Tiene que contribuir con todas sus fuerzas al éxito de la firma a la que está vinculado.

Siendo esto así, no existe peligro en confiar a su discreción importantes decisiones. No malgastará dinero en la compra de productos y servicios. No empleará auxiliares y trabajadores incompetentes; no se deshará de colaboradores capaces con el fin de sustituirlos por amigos personales y parientes incompetentes. Su conducta se halla sujeta al juicio incorruptible de un tribunal insobornable: la cuenta de pérdidas y ganancias. En los negocios sólo cuenta una cosa: el éxito. Al director de departamento desafortunado se le sentencia, siendo indiferente que el fracaso le sea o no imputable, o que no le hubiese sido posible obtener un resultado más satisfactorio. Más pronto o más tarde, todo sector no rentable de la empresa tendrá que ser liquidado y su director perderá el empleo.

La soberanía de los consumidores y del funcionamiento democrático del mercado no se detiene ante las puertas de la gran empresa. Penetra en todos sus departamentos y secciones. La responsabilidad de cara al consumidor constituye el nervio del negocio y de la empresa en una sociedad de mercado no adulterado. La motivación del beneficio, a través de cuya instrumentalización son impelidos los empresarios a servir a los consumidores con su mejor capacidad, es al mismo tiempo el primer principio de cual quier organización interna de todo agregado comercial o industrial. Hace compatible la máxima centralización del interés general de la empresa con la casi autonomía de las partes, concordando la plena responsabilidad de la dirección central con un elevado grado de interés y de incentivo de los directores subordinados de secciones, departamentos y auxiliares. Confiere al sistema de libre empresa aquella versatilidad y adaptabilidad que desembocan en una segura tendencia hacia el progreso.

4. El tratamiento del personal en un mercado laboral libre.

La plantilla de una gran empresa moderna incluye a veces muchos centenares de miles de empleados y trabajadores. Forman éstos un cuerpo muy diferenciado desde el director general o el presidente hasta las mujeres de la limpieza, los botones y aprendices. El tratamiento de un cuerpo tan enorme plantea muchos problemas que, sin embargo, pueden resolverse.

No importa la magnitud de un negocio: la dirección central trata solamente con secciones, departamentos, dependencias y compañías subsidiarias, cuyo papel puede determinarse con precisión gracias a la evidencia que proporcionan las cuentas y las estadísticas. Por supuesto que las cuentas no siempre demuestran lo que puede ir mal en una sección. Solamente ponen de relieve que algo no funciona, que no compensa y que es preciso reformarlo o abandonarlo. Sus sentencias son inapelables. Revelan el valor contable de cada departamento, y este valor es lo único que cuenta en el mercado, ya que los consumidores no tienen compasión: nunca conjpran con el fin de beneficiar a un productor menos eficiente y protegerle contra las consecuencias de su incapacidad para administrar mejor. Quieren que se les sirva lo mejor posible. El funcionamiento del sistema capitalista obliga al empresario a obedecer las órdenes emanadas de los consumidores. Aquél no puede distribuir mercedes a expensas del consumidor. Derrocharía sus fondos si emplease su propio dinero con tal propósito. Simplemente no puede pagar a nadie más de lo que puede obtener por la venta de su producto.

La misma relación existente entre el director general y sus subordinados inmediatos, los jefes de las diferentes secciones, penetra toda la jerarquía de la empresa. Cada jefe de sección valora a sus subordinados inmediatos conforme al mismo principio mediante el cual el director general le valora a él, y el capataz aplica métodos similares al juzgar a sus subordinados. La única diferencia consiste en que, bajo las condiciones más simples de las unidades más bajas, se requieren esquemas contables menos elaborados para la determinación del valor contable de cada individuo. No importa que se pague a destajo o por horas. A la larga el trabajador nunca consigue más de lo que consiente el consumidor.

Nadie es infalible. Sucede a menudo que un superior se equivoca al juzgar a un subordinado. Una de las cualidades que se requieren para desempeñar una función directiva consiste precisamente en la habilidad para juzgar correctamente a los demás. El que fracasa en este aspecto arriesga sus oportunidades de éxito. Perjudica sus propios intereses no menos que los de aquellos individuos cuya eficiencia ha infravalorado. Siendo esto así, no se necesita proteger especialmente a los empleados contra la arbitrariedad de sus empleadores o de los mandatarios de éstos. Bajo el sistema de economía libre, la arbitrariedad en el trato con el personal constituye un daño que se vuelve contra su autor.

En una economía de mercado no manipulada la apreciación del esfuerzo de cada individuo no tiene nada que ver con las consideraciones de índole personal, por lo que es posible dejar a un lado las antipatías y los prejuicios. El mercado juzga los productos, no a los productores. La apreciación del productor deriva automáticamente del aprecio de su producto. Cada cooperador es valorado de acuerdo con el valor de su contribución al proceso de producción de bienes y servicios. Los salarios y jornales no dependen de decisiones arbitrarias. En el mercado de trabajo, la cantidad y calidad de la obra se aprecia en relación con el importe que los consumidores están dispuestos a pagar por los productos. El pago de jornales y salarios no es un favor del patrono, sino una transacción comercial: la adquisición de un factor de la producción. El precio del trabajo es un fenómeno de mercado determinado por la demanda de los consumidores de bienes y servicios. Virtualmente, cada empleador está siempre buscando trabajo más barato y cada empleado busca un empleo con la más alta remuneración por su trabajo.

El mismo hecho de que, bajo el capitalismo, el trabajo constituya un artículo que se compra y vende libera al que gana un jornal de cualquier dependencia personal. El asalariado depende, igual que los capitalistas, los industriales y los agricultores, de la arbitrariedad de los consumidores. Mas la elección de los consumidores no afecta a las personas comprometidas en la producción; afecta a las cosas y no a los hombres. El empleador no puede dejarse llevar por el favoritismo o el prejuicio con respecto al personal. Si lo hace, se perjudica a sí mismo.

Es este hecho, y no solamente las constituciones y normas jurídicas, lo que hace que sean libres los perceptores de salarios y jornales dentro de un sistema capitalista no adulterado. Son soberanos en su capacidad como consumidores, pero en cuanto productores se hallan incondicionalmente sometidos, igual que todos los demás ciudadanos, a la ley del mercado. Al vender un factor de producción —es decir su esfuerzo y fatiga— en el mercado, al precio de mercado, a cualquiera que esté dispuesto a comprarlo, no ponen en peligro su propia posición. No deben a su patrono agradecimiento ni subordinación, sino una cantidad definida de trabajo de una calidad definida también. Por otra parte, el empleador no anda a la búsqueda de individuos simpáticos que le agraden, sino de trabajadores eficientes que valgan el dinero que se les paga.

Por supuesto, esta racionalidad y objetividad en las relaciones capitalistas presenta diversos grados en el mundo de los negocios. Los factores personales intervienen tanto más cuanto más cerca se está de los consumidores en razón de la función que se desempeña. En el trato directo con el público, las simpatías y antipatías juegan cierto papel; las relaciones son más ‘humanas’, hecho que algunos tercos doctrinarios y ciertos obstinados detractores del capitalismo consideran como algo positivo. Pero, en realidad, ello reduce la libertad personal del hombre de negocios y de sus empleados. Un pequeño tendero, un barbero, un posadero y un actor no son tan libres de expresar sus convicciones políticas y religiosas como el propietario de una fábrica de tejidos o el obrero de una acería.

Pero estos hechos no invalidan las características generales del sistema de mercado. Trátase de un sistema que valora automáticamente a cada hombre según los servicios que presta al conjunto de consumidores soberanos, es decir, a los demás hombres.

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