domingo, 14 de junio de 2020

La función empresarial por Jesús Huerta de Soto.


Jesús Huerta de Soto es hoy por hoy, junto con Juan Ramón Rallo, uno de los máximos exponentes de la Escuela Austriaca de Economía en habla hispana.

El profesor ha sintetizado el pensamiento económico de los miembros más importantes de dicha escuela, desde Von Mises, Hayek, Israel Kirzner hasta del propio Rothbard en una gran cantidad de libro, ensayos y artículos periodísticos. Su conocido "Dinero, crédito bancario y ciclos económicos" ha sido uno de los tantos libros que han influenciado el pensamiento de los nuevos economistas austriacos, sin embargo, en esta ocasión expondremos un tema que no es muy tocado por otras escuelas económicas, pero que a pesar de ello, tiene una importancia fundamental a la hora de entender la economía, hablamos de la función empresarial.

Desarrollada desde la óptica austriaca Huerta de Soto formula la teoría de la función empresarial sintetizando los aportes de Mises, Hayek y Kirzner de manera sensacional. Su análisis proviene del 2do capítulo de su libro "Socialismo, calculo económico y función empresarial".

CAPÍTULO II de "Socialismo, calculo económico y función empresarial".

LA FUNCIÓN EMPRESARIAL.

No siendo posible entender el concepto de socialismo sin comprender previamente la esencia de la función empresarial, el presente capítulo se dedica a estudiar el concepto, las características y los elementos básicos de la empresarialidad. Nuestra idea de la función empresarial es a la vez muy precisa y genérica. Se encuentra íntimamente relacionada con un concepto de la acción humana entendida, por un lado, como una característica esencial y eminentemente creativa de todo ser humano y, por otro lado, como el conjunto de facultades coordinadoras que son las que espontáneamente hacen posible el surgimiento, el mantenimiento y el desarrollo de la civilización. Finalmente, nuestro análisis de la empresarialidad nos permitirá proponer una definición original de socialismo, entendido como «enfermedad social» cuyos síntomas más característicos son un generalizado desajuste y extensa descoordinación de los comportamientos individuales y procesos sociales que constituyen la vida en sociedad.

1. DEFINICIÓN DE LA FUNCIÓN EMPRESARIAL

En un sentido general o amplio la función empresarial coincide con la acción humana misma. En este sentido podría afirmarse que ejerce la función empresarial cualquier persona que actúa para modificar el presente y conseguir sus objetivos en el futuro. Aunque esta definición a primera vista podría parecer demasiado amplia y no acorde con los usos lingüísticos actuales, hay que tener en cuenta que la misma responde a una concepción de la empresarialidad cada vez más elaborada y estudiada por la ciencia económica y que, además, es plenamente conforme con el original significado etimológico del término empresa. En efecto, tanto la expresión castellana empresa como las expresiones francesa e inglesa entrepreneur proceden etimológicamente del verbo latino in prehendo-endi-ensum, que significa descubrir, ver, percibir, darse cuenta de, atrapar; y la expresión latina in prehensa claramente conlleva la idea de acción, significando tomar, agarrar, asir. En suma, empresa es sinónimo de acción y así en Francia el término entrepreneur se utiliza ya desde muy antiguo, en la alta Edad Media, para designar a las personas encargadas de efectuar importantes acciones, generalmente relacionadas con la guerra, o de llevar a cabo los grandes proyectos de construcción de catedrales. En nuestra lengua castellana, uno de los significados del término empresa, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, es el de «acción ardua y dificultosa que valerosamente se comienza». Y también desde la Edad Media empezó a utilizarse el término para denominar a las insignias de ciertas órdenes de caballería que indicaban el empeño, bajo juramento, de realizar una determinada e importante acción. Ahora bien, el sentido de empresa como acción está necesaria e inexorablemente unido a una actitud emprendedora, que consiste en intentar continuamente buscar, descubrir, crear o darse cuenta de nuevos fines y medios (todo ello de acuerdo con el significado etimológico ya visto de in prehendo).

La acción humana: fin, valor, medio y utilidad.

Haber definido la función empresarial con referencia al concepto de la acción humana exige que aclaremos qué entendemos por ésta. La acción humana es todo comportamiento o conducta deliberada. Todo hombre, al actuar, pretende alcanzar unos determinados fines que habrá descubierto que son importantes para él. Denominamos valor a la apreciación subjetiva, psíquicamente más o menos intensa, que el actor da a su fin. Medio es todo aquello que el actor subjetivamente cree que es adecuado para lograr un fin. Llamamos utilidad a la apreciación subjetiva que el actor da al medio, en función del valor del fin que él piensa que aquel medio le permitirá alcanzar. En este sentido, valor y utilidad son las dos caras de una misma moneda, ya que el valor subjetivo que el actor da al fin que persigue se proyecta al medio que cree útil para lograrlo, precisamente a través del concepto de utilidad.

Escasez, plan de acción y acto de voluntad.

Los medios, por definición, han de ser escasos, puesto que si no fueran escasos ni siquiera serían tenidos en cuenta a la hora de actuar. Es decir, allí donde no hay escasez no hay acción humana. Fines y medios jamás están dados, sino que, por el contrario, son el resultado de la esencial actividad empresarial que consiste precisamente en crear, descubrir o, simplemente, darse cuenta de cuáles son los fines y medios relevantes para el actor en cada circunstancia de su vida. Una vez que el actor cree haber descubierto cuáles son los fines que le merecen la pena y los medios que cree que se encuentran a su alcance para lograrlos, incorpora unos y otros, casi siempre de forma tácita, en un plan de actuación, que se emprende y lleva a la práctica como consecuencia de un acto personal de voluntad.

Concepto subjetivo de tiempo: pasado, presente y futuro.

Toda acción humana siempre se desarrolla en el tiempo, pero entendido no en su sentido determinista, newtoniano, físico o analógico, sino en su concepción subjetiva, es decir, tal y como el tiempo es subjetivamente sentido y experimentado por el actor dentro del contexto de cada acción. Según esta concepción subjetiva del tiempo, el actor siente y experimenta su transcurso conforme actúa, es decir conforme, y de acuerdo con la esencia de la función empresarial ya explicada, va creando, descubriendo o, simplemente, dándose cuenta de nuevos fines y medios. Se produce así, de forma continua, en la mente del actor, una especie de fusión entre las experiencias del pasado que recoge en su memoria y su proyección simultánea y creativa hacia el futuro en forma de imaginaciones o expectativas. Futuro éste que jamás se encuentra determinado, sino que se va imaginando, creando y haciendo paso a paso por el actor.

Creatividad, sorpresa e incertidumbre.

El futuro es, por tanto, siempre incierto, en el sentido de que aún está por hacer y el actor sólo tiene de él ciertas ideas, imaginaciones o expectativas que espera hacer realidad mediante su acción personal e interacción con otros actores. El futuro, además, está abierto a todas las posibilidades creativas del hombre, por lo que cada actor se enfrenta al mismo con una incertidumbre inerradicable, que podrá minorarse gracias a los comportamientos pautados propios y ajenos (instituciones) y si actúa y ejerce bien la función empresarial, pero que no será capaz de eliminar totalmente. El carácter abierto e ilimitado de la incertidumbre de que hablamos hace que no sean aplicables al campo de la acción humana las nociones tradicionales de la probabilidad objetiva y subjetiva, ni tampoco la concepción bayesiana desarrollada en torno a esta última. Esto es así, no sólo porque ni siquiera se conocen todas las alternativas o casos posibles, sino porque además el actor tan sólo posee unas determinadas creencias o convicciones subjetivas –denominadas por Mises «probabilidades» de casos o eventos únicos– que conforme se modifican o amplían tienden a variar por sorpresa, es decir de forma radical y no convergente, todo su «mapa» de creencias y conocimientos. De esta forma el actor continuamente descubre situaciones completamente nuevas que antes ni siquiera había sido capaz de concebir.


El coste como concepto subjetivo. El beneficio empresarial.

Siempre que el actor se da cuenta de que desea un cierto fin y descubre y selecciona unos determinados medios para alcanzar ese fin, simultáneamente renuncia a lograr otros fines distintos que para él exante tienen un valor menor, y que cree que podrían alcanzarse utilizando alternativamente esos mismos medios a su disposición. Denominaremos coste al valor subjetivo que el actor da a los fines a los que renuncia cuando decide seguir y emprende un determinado curso de acción. Es decir, la acción siempre implica renuncia; el valor que el actor da a lo que renuncia es su coste, y éste consiste por esencia en una valoración, estimación o juicio netamente subjetivo. En principio, todo ser humano actúa porque subjetivamente considera que el fin propuesto tiene para él un valor superior al coste en el que piensa incurrir, es decir, porque espera obtener un beneficio empresarial. El beneficio es, por tanto, la ganancia que se obtiene de la acción humana y constituye el incentivo que mueve o motiva a actuar. En las acciones sin coste el valor subjetivo del fin y el beneficio coinciden, y más adelante argumentaremos cómo toda acción humana contiene siempre un componente empresarial puro, esencialmente creativo, que no exige incurrir en coste alguno, y que es precisamente el que nos ha llevado, en un sentido amplio, a identificar los conceptos de acción humana y de función empresarial. Además, dado que el valor del fin, por tanto, siempre subsume, integra o incorpora al beneficio o ganancia, consideraremos a partir de ahora, en múltiples ocasiones, que fin y beneficio son casi sinónimos, sin detenernos en cada instancia a matizar la ya descrita distinción que existe entre ambos.

Racionalidad e irracionalidad. Error y pérdida empresarial.

La acción humana es por definición siempre racional, en el sentido de que, ex ante, el actor siempre busca y selecciona los medios que cree más adecuados para alcanzar los fines que considera que le merecen la pena. Ello es, sin duda, compatible con que, ex post, el actor descubra que cometió un error empresarial, es decir, que ha incurrido en pérdidas empresariales, al elegir determinados fines o medios sin darse cuenta de que existían otros para él de más valor. Pero el observador exterior nunca puede objetivamente calificar de irracional una acción, dado el carácter esencialmente subjetivo que tienen fines, costes y medios. Por ello, en el campo de la economía podemos afirmar que la acción humana es un presupuesto irreductible en el sentido de que se trata de un concepto de tipo axiomático que no cabe referirlo a ningún otro ni explicarlo más. El carácter axiomático del concepto de acción humana es, por otro lado, evidente, pues criticarlo o ponerlo en duda implica caer en una contradicción lógica insoluble, ya que toda crítica exige actuar, es decir, una acción humana para llevarla a cabo.

Utilidad marginal y preferencia temporal.

Finalmente, siendo los medios por definición escasos, el actor tenderá a lograr primero aquellos fines que para él tengan más valor y después aquellos otros que para él sean relativamente menos importantes. Por ello, cada unidad de medio de que disponga y que sea intercambiable y relevante en el contexto de su acción, tenderá a ser valorada por el actor en función del fin menos importante que crea puede lograr con cualquiera de ellas (ley de la utilidad marginal). Además, dado que la acción se emprende con miras a lograr un determinado fin y que toda acción se desarrolla en el tiempo y, por tanto, tiene una determinada duración, el actor procurará, ceteris paribus alcanzar su fin cuanto antes. Es decir, a igualdad de circunstancias, el actor siempre valorará más los fines temporalmente más próximos y sólo estará dispuesto a emprender acciones de mayor duración temporal si es que con ello estima que podrá conseguir fines que para él tienen un mayor valor (ley de la preferencia temporal).

2. CARACTERÍSTICAS DE LA FUNCIÓN EMPRESARIAL

Función empresarial y perspicacia.

La función empresarial, en un sentido estricto, consiste básicamente en descubrir y apreciar (prehendo) las oportunidades de alcanzar algún fin o, si se prefiere, de lograr alguna ganancia o beneficio, que se presentan en el entorno, actuando en consecuencia para aprovecharlas. Kirzner dice que el ejercicio de la empresarialidad implica una especial perspicacia (alertness), es decir un continuo estar alerta, que hace posible al ser humano descubrir y darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor. Quizás Kirzner utilice el término inglés «alertness» porque el término entrepreneurship (función empresarial) es de origen francés y no conlleva en la lengua anglosajona la idea de prehendo que tiene en las lenguas romances continentales. De todas formas, en castellano el calificativo perspicaz es muy adecuado para la función empresarial, pues se aplica, según el Diccionario de la Real Academia Española, «a la vista o mirada muy aguda y que alcanza mucho». Esta idea encaja perfectamente con la actividad que ejerce el empresario a la hora de decidir cuáles serán sus acciones y estimar el efecto de las mismas en el futuro. El estar alerta, aunque también sea aceptable como nota de la empresarialidad por conllevar la idea de atención o vigilancia, creo en todo caso que es algo menos adecuado que el calificativo «perspicaz», quizás por implicar una actitud claramente algo más estática. Por otro lado, hay que tener en cuenta que existe una gran similitud entre la perspicacia que ha de manifestar el historiador a la hora de seleccionar e interpretar los hechos relevantes del pasado que le interesan y la perspicacia que ha de manifestar el empresario en relación con los hechos que cree acaecerán en el futuro. Por eso Mises afirma que las actitudes del historiador y del empresario son muy semejantes, e incluso llega a definir al empresario como aquel que mira al futuro con ojos de historiador

Información, conocimiento y empresarialidad.

No se puede entender en profundidad la naturaleza de la función empresarial tal y como venimos aproximándonos a ella, sin comprender de qué manera la misma modifica o hace cambiar la información o conocimiento que posee el actor. Por un lado, percibir o darse cuenta de nuevos fines y medios supone una modificación del conocimiento del actor, en el sentido de que descubre nueva información. Por otro lado, este descubrimiento modifica todo el mapa o contexto de información o conocimiento que posee el sujeto. Ahora bien, podemos plantearnos la siguiente pregunta esencial: ¿qué características tiene la información o el conocimiento relevantes para el ejercicio de la función empresarial? Estudiaremos con detalle seis características básicas de este tipo de conocimiento: 1) es un conocimiento subjetivo de tipo práctico, no científico; 2) es un conocimiento privativo; 3) se encuentra disperso en la mente de todos los hombres; 4) en su mayor parte es un conocimiento tácito y, por tanto, no articulable; 5) es un conocimiento que se crea ex nihilo, de la nada, precisamente mediante el ejercicio de la función empresarial; y 6) es un conocimiento transmisible, en su mayor parte de forma no consciente, a través de complejísimos procesos sociales, cuyo estudio constituye el objeto de investigación de la Ciencia Económica.

Conocimiento subjetivo y práctico, no científico.

En primer lugar, el conocimiento que estamos analizando, el más importante o relevante de cara al ejercicio de la acción humana, es ante todo un conocimiento subjetivo de tipo práctico y no de naturaleza científica. Conocimiento práctico es todo aquel que no puede ser representado de una manera formal, sino que el sujeto lo va adquiriendo o aprendiendo a través de la práctica, es decir, de la propia acción humana ejercida en sus correspondientes contextos. Se trata, como dice Hayek, del conocimiento relevante en torno a todo tipo de circunstancias particulares en cuanto a sus coordenadas subjetivas en el tiempo y en el espacio. En suma, estamos hablando de un conocimiento sobre valoraciones humanas concretas, es decir, tanto de los fines que pretende el actor, como de su conocimiento en torno a los fines que él cree pretenden o persiguen otros actores. Igualmente, se trata de un conocimiento práctico sobre los medios que el actor cree tiene a su alcance para lograr sus fines, y en particular sobre todas las circunstancias, personales o no, que el actor considere que pueden ser relevantes dentro del contexto de cada acción concreta.

Conocimiento privativo y disperso.

El conocimiento práctico es un conocimiento de tipo privativo y disperso. Significa ello que cada hombre-actor posee tan sólo unos, como si dijéramos, «átomos» o «bits» de la información que se genera y transmite globalmente a nivel social, pero que paradójicamente sólo él posee, es decir, sólo él conoce e interpreta de forma consciente. Por tanto, cada hombre que actúa y ejerce la función empresarial, lo hace de una manera estrictamente personal e irrepetible, puesto que parte de intentar alcanzar unos fines u objetivos según una visión y conocimiento del mundo que sólo él posee en toda su riqueza y variedad de matices, y que es irrepetible de forma idéntica en ningún otro ser humano. Por tanto, el conocimiento al que nos estamos refiriendo no es algo que esté dado, que se encuentre disponible para todo el mundo en algún medio material de almacenamiento de información (periódicos, revistas especializadas, libros, ordenadores, etc.). Por el contrario, el conocimiento relevante para la acción humana es un conocimiento de tipo básicamente práctico y estrictamente privativo, que sólo se «encuentra» diseminado en la mente de todos y cada uno de los hombres y mujeres que actúan y que constituyen la humanidad. En la Figura II-1 vamos a introducir a unos simpáticos monigotes que nos acompañarán a lo largo del presente libro, con la única finalidad de ayudarnos a hacer más gráfico el análisis contenido en el mismo.


En dicha figura queremos representar a dos seres humanos reales de carne y hueso, que denominamos «A» y «B». Cada una de las personas que representan «A» y «B» posee un conocimiento propio o privativo de ella misma, es decir, que no tiene la otra; es más, desde el punto de vista de un observador exterior, en este caso nosotros, podemos decir que «existe» un conocimiento, que nosotros como observadores no tenemos, y que se encuentra disperso entre «A» y «B», en el sentido de que «A» tiene una parte de él, y «B» otra parte. Así, por ejemplo, supongamos que la información que tiene «A» es que pretende alcanzar un fin «X» (lo cual representamos con la flecha que tiene en su cabeza y que va dirigida hacia «X») y que con vistas a alcanzar este fin posee un cierto conocimiento práctico relevante en el contexto de la acción (ese conjunto de conocimiento o información práctica está representado por la aureola de rayitas que tiene «A» en torno a su cabeza). El caso de «B» es similar, sólo que el fin que persigue es otro muy distinto, en este caso «Y» (representado por una flecha que tiene a sus pies, y va dirigida hacia «Y»); el conjunto de información práctica que el actor «B» considera relevante en el contexto de su acción, dirigida a alcanzar «Y», viene representada igualmente por la aureola de rayitas que tiene en torno a su cabeza.

En muchas acciones sencillas el actor, individualmente, posee la información necesaria para alcanzar el fin que se propone sin necesidad de tener que relacionarse con otros actores para nada. En estos casos, que se emprenda o no la acción es el resultado de un cálculo económico o juicio estimativo que efectúa el actor, sopesando y comparando directamente el valor subjetivo que da al fin que pretende lograr con el coste o valor que da a aquello a lo que renuncia en caso de perseguir el fin elegido. Ahora bien, son pocas y muy simples las acciones en las que el actor puede tomar este tipo de decisiones directamente. La mayor parte de las acciones en las que nos vemos implicados son acciones mucho más complejas, del tipo de las que vamos a explicar a continuación. Imaginemos que, tal y como hemos representado en la Figura II-1, «A» tiene un gran deseo de alcanzar el fin «X», pero para ello requiere la existencia de un medio «R» que no se encuentra a su disposición y que no sabe dónde ni cómo se puede conseguir. Simultáneamente, supondremos que «B» se encuentra en otro lugar, que pretende conseguir un fin muy distinto (el fin «Y») al que dedica todo su esfuerzo, y que conoce o «sabe de» o tiene a su disposición una gran cantidad de un recurso «R» que él no considera útil o idóneo para alcanzar su fin, pero que, casualmente, es aquel que «A» necesitaría para poder culminar su deseado objetivo («X»). Es más, debemos incluso resaltar que, como sucede en la mayoría de los casos reales, «X» e «Y» son contradictorios, es decir, que cada actor persigue fines distintos, con una intensidad diferente, y con un conocimiento relativo, en cuanto a ellos y en cuanto a los medios a su alcance, no coincidente o desajustado (esto explica la expresión desconsolada con que hemos dibujado a nuestros monigotes). Más adelante veremos de qué manera el ejercicio de la función empresarial hace posible superar este tipo de comportamientos contradictorios o descoordinados.

Conocimiento tácito no articulable.

El conocimiento práctico es, en su mayor parte, un conocimiento de tipo tácito no articulable. Significa ello que el actor sabe cómo hacer o efectuar determinadas acciones (know how), pero no sabe cuáles son los elementos o partes de lo que está haciendo, y si los mismos son ciertos o falsos (know that). Así, por ejemplo, cuando una persona aprende a jugar al golf, no está aprendiendo un conjunto de normas objetivas de tipo científico que le permitan efectuar los movimientos necesarios como resultado de la aplicación de una serie de fórmulas de la física matemática, sino que, más bien, el proceso de aprendizaje consiste en la adquisición de una serie de hábitos prácticos de conducta. Igualmente, podemos citar, siguiendo a Polanyi, el ejemplo de aquel que aprende a montar en bicicleta tratando de mantener el equilibrio moviendo el manillar al lado hacia el que comienza a caerse y causando de esta forma una fuerza centrífuga que tiende a mantener derecha la bicicleta, todo ello sin que prácticamente ningún ciclista sea consciente ni conozca los principios físicos en los que se basa su habilidad. Por el contrario, lo que el ciclista más bien utiliza es su «sentido del equilibrio», que de alguna forma le indica de qué manera ha de comportarse en cada momento para no caerse. Polanyi llega a afirmar que el conocimiento tácito es de hecho el principio dominante de todo conocimiento. Incluso el conocimiento más altamente formalizado y científico es siempre el resultado de una intuición o acto de creación, que no son sino manifestaciones del conocimiento tácito. Aparte de que el nuevo conocimiento formalizado que podamos adquirir gracias a las fórmulas, libros, gráficos, mapas, etc., es sobre todo importante porque ayuda a reorganizar todo nuestro contexto de información desde diferentes puntos de vista, más ricos y fructíferos, lo cual abre nuevas posibilidades para el ejercicio de la intuición creativa. La imposibilidad de articular el conocimiento práctico se manifiesta, por tanto, no sólo «estáticamente», en el sentido de que toda afirmación aparentemente articulada sólo conlleva información en la medida en que es interpretada gracias a un conjunto de creencias y conocimientos no articulables, sino además «dinámicamente», pues el proceso mental utilizado para llevar a cabo cualquier intento de articulación es esencialmente en sí mismo un conocimiento tácito y no articulable.

Hay que insistir en que todo conocimiento tácito por su propia naturaleza es difícilmente articulable. Si preguntamos a una joven señorita que acaba de adquirir una falda de determinado color el porqué de su elección o compra, lo más probable es que nos conteste que la ha comprado «porque sí», o, simplemente, «porque le gustaba», sin que sea capaz de darnos una explicación más detallada y formalizada del porqué de su elección. Otro tipo de conocimiento no articulable que juega un papel esencial en el desenvolvimiento de la sociedad es el formado por el conjunto de hábitos, tradiciones, instituciones y normas jurídicas que constituyen el derecho, hacen posible la sociedad, y los humanos aprenden a obedecer, sin que seamos capaces de teorizar o articular con detalle el papel preciso que cumplen dichas normas e instituciones en las diferentes situaciones y procesos sociales en las que intervienen. Lo mismo puede decirse en relación con el lenguaje y también, por ejemplo, en relación con la contabilidad financiera y de costes que utiliza el empresario para guiar su acción y que no es sino un conocimiento o técnica práctica que, utilizado dentro de un determinado contexto de economía de mercado, sirve como guía de acción generalizada a los empresarios para ayudarles a conseguir sus objetivos, pero sin que éstos, en su mayoría, sean capaces de formular una teoría científica de la contabilidad ni, mucho menos, explicar de qué manera ésta ayuda en los complicados procesos de coordinación que hacen posible la vida social. Podemos, por tanto, concluir que el ejercicio de la función empresarial tal y como la hemos definido (capacidad de descubrir y apreciar oportunidades de ganancia, emprendiendo un comportamiento consciente para aprovecharlas) consiste en un conocimiento básicamente de tipo tácito no articulable.

Carácter esencialmente creativo de la función empresarial.

La función empresarial no exige medio alguno para ser ejercitada. Es decir, la empresarialidad no supone coste alguno y, por tanto, es esencialmente creativa. Este carácter creativo de la función empresarial se plasma en que la misma da lugar aunos beneficios que, en cierto sentido, surgen de la nada y que denominaremos beneficios empresariales puros. Para obtener beneficios empresariales no es preciso, por tanto, disponer de medio previo alguno, sino tan sólo es necesario ejercer bien la función empresarial. Podemos ilustrar este hecho partiendo de la situación descrita en la Figura II-1. Basta darse cuenta de la situación de desajuste o descoordinación que existe entre «A» y «B», para que surja, de inmediato, la oportunidad de un beneficio empresarial puro. Así, en la Figura II-2, se supone que una tercera persona, en este caso «C», es la que ejerce la función empresarial, al descubrir la oportunidad de ganancia inherente al desajuste o descoordinación que se daba en el gráfico de la Figura II-1 (representamos con una «bombilla que se enciende» el hecho de que «C» se dé cuenta de dicha oportunidad; como es lógico, en la práctica la función empresarial podrá ser ejercida por «A», por «B», o simultáneamente, con igual o distinta intensidad, por cualquiera de ellos, aunque a nuestros efectos sea más gráfico considerar en este caso que es llevada a cabo por una tercera persona «C»).


En efecto, basta con que «C» se ponga en contacto con «B», y le ofrezca comprar ese recurso, de que tan abundantemente dispone y al que prácticamente no le da importancia, por una determinada cantidad, digamos que por 3 unidades monetarias, lo cual satisfará enormemente a «B», puesto que jamás pudo imaginar que pudiera obtener tanto por su recurso. Posteriormente, una vez realizado el intercambio, «C» se podrá poner en contacto con «A» y venderle este recurso que con tanta intensidad «A» necesita para llevar a cabo el fin que persigue, vendiéndoselo por, digamos, 9 unidades monetarias (si «C» carece de dinero, podrá obtenerlo, por ejemplo, convenciendo a alguien para que temporalmente se lo preste). Como consecuencia, por tanto, del ejercicio de la función empresarial por parte de «C», éste ha obtenido, ex nihilo, un beneficio empresarial puro de 6 unidades monetarias.

Ahora nos interesa especialmente resaltar que, como consecuencia de este acto de empresarialidad, se han producido tres efectos de extraordinaria importancia. Por un lado, la función empresarial ha creado nueva información que antes no existía. En segundo lugar, esta información ha sido transmitida a lo largo del mercado. Y, en tercer lugar, como consecuencia de este acto empresarial, los agentes económicos implicados han aprendido a actuar uno en función del otro. Estas consecuencias de la empresarialidad son tan importantes que merece la pena que las estudiemos con detenimiento una a una.

Creación de información.

Todo acto empresarial implica la creación ex nihilo de una nueva información. Esta creación tiene lugar en la mente de aquella persona, en nuestro ejemplo la representada por el monigote «C», que primeramente ejerce la función empresarial. Efectivamente, al darse cuenta «C» de que existe una situación como la descrita, en la que están implicados «A» y «B», se crea una nueva información dentro de su mente que él antes no tenía. Pero es que además, una vez que «C» emprende la acción y se pone en contacto con «A» y «B», se crea igualmente una nueva información en las mentes de «A» y «B». Así, «A» se da cuenta de que aquel recurso del que carecía y que tanto necesitaba para lograr su fin está disponible en otros lugares del mercado en mayor abundancia de la que él pensaba y de que, por tanto, puede emprender ya sin problemas la acción que no iniciaba por falta del mencionado recurso. Por su parte, «B» se da cuenta de que aquel recurso que poseía con tanta abundancia y al que no daba valor, es muy querido o deseado por otras personas y de que, por tanto, puede venderlo a buen precio. Además, parte de la nueva información práctica que tiene su origen en la mente de «C» al ejercer la función empresarial, y que surge después en las mentes de «A» y «B», queda recogida de una forma muy resumida o comprimida en una serie de precios o relaciones históricas de intercambio (es decir que «B» vendió por 3 y «A» compró por 9).

Transmisión de información.

La creación empresarial de información implica simultáneamente una transmisión de la misma en el mercado. De hecho, transmitir a alguien algo es hacer que ese alguien genere o cree en su mente parte de la información que nosotros creamos o descubrimos con anterioridad. En nuestro ejemplo, no sólo se ha transmitido de forma estricta a «B» la idea de que su recurso es importante y no debe desperdiciarlo; y a «A» la idea de que puede seguir adelante en la persecución del fin que se proponía y que no iniciaba por falta de dicho recurso; sino que a través de los precios respectivos, que son un sistema de transmisión muy potente, pues transmiten mucha información a muy bajo coste, se comunica, en oleadas sucesivas, a todo el mercado o sociedad, el mensaje de que debe guardarse y economizarse el recurso en cuestión, pues hay demanda para él; y simultáneamente, que todos aquellos que no emprendan acciones pensando que tal recurso no existe, pueden hacerse con el mismo y seguir adelante con sus respectivos planes de actuación. Como es lógico, la información relevante es siempre subjetiva y no existe al margen de las personas que sean capaces de interpretarla o descubrirla, de forma que son siempre los humanos los que crean, perciben y transmiten la información. La idea errónea de que la información es algo objetivo tiene su origen en que parte de la información subjetiva creada empresarialmente se plasma «objetivamente» en señales (precios, instituciones, normas, «firmas», etc.) que pueden ser descubiertas y subjetivamente interpretadas por muchos en el contexto de sus acciones particulares, facilitando así la creación de nuevas informaciones subjetivas más ricas y complejas. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, la transmisión de información social es básicamente tácita y subjetiva, es decir no expresa y articulada, y a la vez muy resumida (de hecho se transmite y capta subjetivamente el mínimo imprescindible para coordinar el proceso social); lo cual, por otro lado, permite aprovechar de la mejor manera posible la limitada capacidad de la mente humana para crear, descubrir y transmitir constantemente nueva información.

Efecto aprendizaje: coordinación y ajuste.

Finalmente, es preciso destacar cómo los agentes «A» y «B» han aprendido a actuar uno en función del otro. Es decir, «B», como consecuencia de la acción empresarial originalmente emprendida por «C», ya no dilapida o desperdicia el recurso de que disponía, sino que, siguiendo su propio interés, lo guarda y conserva. «A», por su parte, al disponer de dicho recurso, puede lograr su fin y emprende la acción que antes no efectuaba. Uno y otro, por tanto, aprenden a actuar de forma coordinada, es decir, a modificar y disciplinar su comportamiento en función del otro ser humano. Y además, aprenden de la mejor forma posible: sin darse cuenta de que están aprendiendo y motu proprio, es decir, voluntariamente y en el contexto de un plan en el que cada uno sigue sus fines e intereses particulares. Éste, y no otro, es el núcleo del proceso, tan maravilloso como simple y efectivo, que hace posible la vida en sociedad. Finalmente, observamos que el ejercicio de la empresarialidad por parte de «C» hace posible, no sólo una acción coordinada que antes no existía entre «A» y «B», sino además que éstos lleven a cabo un cálculo económico en el contexto de sus respectivas acciones, con unos datos o información de los que antes no disponían y que les permiten lograr, con muchas más posibilidades de éxito, sus respectivos fines. En suma, el cálculo económico por parte de cada actor se hace posible precisamente gracias a la información que se genera en el proceso empresarial. O expresado de otra forma: sin el ejercicio de la función empresarial no se genera la información que es precisa para que cada actor pueda calcular o estimar adecuadamente el valor que tiene cada curso alternativo de acción. Es decir, sin función empresarial no es posible el cálculo económico.

Las anteriores observaciones constituyen a la vez las más importantes y elementales enseñanzas de la ciencia social, y nos permiten concluir que la función empresarial es, sin duda alguna, la función social por excelencia, dado que hace posible la vida en sociedad al ajustar y coordinar el comportamiento individual de sus miembros. Sin función empresarial no es posible concebir la existencia de ninguna sociedad.

Arbitraje y especulación.

Desde un punto de vista temporal, la empresarialidad puede efectuarse de dos formas distintas: sincrónica o diacrónicamente. La primera se denomina arbitraje, y es la función empresarial ejercida en el presente (entendiendo por tal lo que sea considerado como presente temporal desde la óptica del actor) entre dos lugares o situaciones de la sociedad distintos; la segunda se denomina especulación, y es la empresarialidad ejercida entre dos momentos del tiempo diferentes. Podría pensarse que en el caso del arbitraje lo que la función empresarial hace es descubrir y transmitir una información que ya existe pero que se encuentra dispersa, mientras que en la especulación se crea y transmite información «nueva». Sin embargo, esta distinción es puramente artificial, ya que descubrir lo que «existía», pero que no se sabía que existía, equivale a crear. Cualitativa y teóricamente no puede considerarse, por tanto, que exista diferencia alguna entre el arbitraje y la especulación. Ambos tipos de empresarialidad dan lugar a la coordinación social (intratemporal en el caso del arbitraje e intertemporal en el caso de la especulación) y crean tendencias de la misma clase hacia el ajuste o coordinación.

Derecho, dinero y cálculo económico.

En nuestro ejemplo gráfico, difícilmente «C» podría haber ejercido su función empresarial creativa si cualquier otra persona, por la fuerza le hubiese podido arrebatar el producto de aquélla; o si «A» o «B», por ejemplo, le hubiesen engañado no entregándole el recurso o las unidades monetarias prometidas. Significa todo ello que el ejercicio de la función empresarial, y en general de la acción humana, exige que las personas implicadas en ella muestren de forma constante y repetitiva unas determinadas pautas o reglas de conducta, es decir, que se ajusten a derecho. Este derecho está constituido por una serie de normas que se han ido formando y depurando de manera evolutiva y consuetudinaria. Definen básicamente el derecho de propiedad (several property, en la terminología hayekiana más reciente) y pueden reducirse a los principios esenciales de respeto a la vida, estabilidad en la posesión pacíficamente conseguida, transferencia mediante consentimiento y cumplimiento de las promesas hechas. Se puede estudiar con detalle el fundamento de las normas jurídicas que hacen posible la vida en sociedad desde tres puntos de vista distintos pero complementarios: el utilitarista, el evolucionista-consuetudinario y el de la teoría de la ética social de los derechos de propiedad. Tal tipo de análisis, sin embargo, supera con mucho el ámbito de nuestro trabajo, por lo que, en todo caso, ahora tan sólo señalaremos que, si bien el derecho hace posible el ejercicio de la acción humana, y por tanto el surgimiento y desarrollo de la sociedad y de la civilización, a su vez el derecho es un resultado evolutivo, no diseñado conscientemente por nadie, del propio ejercicio de la función empresarial. Las instituciones jurídicas, y en general todas las instituciones sociales (lenguaje, dinero, mercado, etc.), surgen así de procesos evolutivos en los que un número muy grande de personas aporta cada una a lo largo de la historia su pequeño «granito de arena» de información práctica y creatividad empresarial, dando lugar de forma espontánea, y de acuerdo con la conocida teoría de Menger, a unas instituciones que son producto, sin duda alguna, de la interacción de muchos hombres, pero que no han sido diseñadas ni organizadas conscientemente por ninguno de ellos. Esto es así porque ninguna mente humana ni grupo organizado de mentes humanas posee la capacidad intelectual necesaria para asumir ni comprender el enorme volumen de información práctica que ha intervenido en la paulatina generación, consolidación y ulterior desarrollo de esas instituciones. Se da así la paradójica realidad de que aquellas instituciones más importantes y esenciales para la vida del hombre en sociedad (lingüísticas, económicas, legales y morales) no han podido ser creadas deliberadamente por el hombre mismo, por carecer éste de la necesaria capacidad intelectual, sino que han ido surgiendo del proceso empresarial de interacciones humanas, extendiéndose a grupos cada vez más amplios mediante el mecanismo de aprendizaje e imitación inconsciente explicado más arriba. Además, el surgimiento y perfeccionamiento de las instituciones hace posible, a través de un típico proceso de feedback o retroalimentación, un proceso empresarial de interacciones humanas cada vez más rico y complejo. Por la misma razón que el hombre no ha podido crear deliberadamente sus instituciones, tampoco puede comprender plenamente el papel global que juegan las que existen en cada momento de la historia. Las instituciones y el orden social que las genera son progresivamente más abstractos en el sentido de que no puede identificarse ni conocerse la infinita variedad de conocimientos particulares y fines individuales que tienen y persiguen los seres humanos que actúan dentro de su marco. Las instituciones, a su vez, son señales muy potentes, pues al ser todas ellas pautas o hábitos repetitivos de conducta, orientan la acción de los seres humanos.

Entre todas estas instituciones, quizás la más abstracta y, por tanto, la más difícil de entender sea la del dinero. En efecto, el dinero o medio de intercambio generalmente aceptado es una de las instituciones más vitales para la existencia y el desarrollo de nuestra civilización y, sin embargo, son muy pocos los que alcanzan aunque sólo sea a intuir de qué forma el dinero hace posible una multiplicación exponencial en las posibilidades de interacción social y creatividad empresarial, y qué papel juega facilitando y haciendo posibles los complejísimos y cada vez más difíciles cálculos económicos que exige una sociedad moderna.

En nuestro esquema elemental de ejercicio de la empresarialidad, hemos dado por supuesto que existe el dinero y que, por tanto, «A», «B» y «C» estaban dispuestos a llevar a cabo determinados intercambios a cambio de obtener ciertas unidades monetarias. El dinero es muy importante porque, como ha demostrado Mises, es un común denominador que hace posible el cálculo económico, en relación con todos aquellos bienes y servicios que son objeto del comercio o del intercambio humano. Por cálculo económico hemos de entender, por tanto, todo cómputo estimativo en unidades monetarias sobre los resultados de distintos cursos de acción. Este cálculo económico lo verifica cada actor siempre que ejerce la función empresarial, y es posible tan sólo gracias a la existencia del dinero y a la información de tipo práctico que crea, genera y transmite constantemente el ejercicio de la empresarialidad.

Ubicuidad de la función empresarial.

Todos los hombres, al actuar, en mayor o menor medida, con más o menos éxito, ejercen la función empresarial. Es decir, la función empresarial como «componente químicamente pura» goza del don de la ubicuidad. Así, por ejemplo, el trabajador la ejerce cuando está al tanto y decide si cambiar o no de trabajo, aceptar una oferta, rechazar otra, etc. Si acierta, obtendrá un trabajo más atractivo de lo que hubiera conseguido en otras circunstancias. Si se equivoca, sus condiciones de trabajo podrán ser peores de lo que serían de otra forma. En el primer caso, cosechará beneficios empresariales, y en el segundo pérdidas. También el capitalista constantemente ejerce la función empresarial cuando, por ejemplo, decide contratar a un gerente en vez de a otro, o estudia si vender o no una de sus empresas, o entrar en un sector determinado, o adoptar en su cartera de valores una determinada combinación de renta fija y variable, etc. Por último, el consumidor también actúa constantemente de forma empresarial, cuando trata de elegir el bien de consumo que más le gusta, está al tanto de las novedades que aparecen en el mercado, o por el contrario decide no seguir perdiendo tiempo buscando nuevas oportunidades, etc. Por tanto, en la realidad histórica de cada día, en todas las acciones o empresas concretas se ejerce constantemente, en mayor o menor medida, con más o menos éxito, la función empresarial. Ésta es ejercida por todas las personas que actúan en el mercado, no importa en qué calidad lo hagan, y, como consecuencia de ello, los beneficios y pérdidas empresariales puras aparecen en la práctica casi siempre mezclados junto con otras categorías económicas de ingresos (salarios, rentas, etc.). Solamente una detallada investigación de tipo histórico nos permitirá identificar en cada caso dónde se encuentra, o quién ha ejercido la función empresarial más significativa, dentro del contexto de cada acción o empresa concreta.

El principio esencial.

Ahora bien, lo verdaderamente importante desde un punto de vista teórico no es quién ejerce concretamente la función empresarial (aunque esto sea precisamente lo más importante en la práctica), sino el que, por no existir restricciones institucionales o legales al libre ejercicio de la misma, cada hombre pueda ejercer lo mejor posible sus dotes empresariales creando nueva información y aprovechando la información práctica de tipo privativo que en las circunstancias de cada momento haya llegado a descubrir.

No corresponde al economista, sino más bien al psicólogo, estudiar con más detalle el origen de la fuerza innata del hombre que le mueve empresarialmente en todos sus campos de acción. Aquí y ahora, sólo nos interesa resaltar el principio esencial de que el hombre tiende a descubrir la información que le interesa, por lo que, si existe libertad en cuanto a la consecución de fines e intereses, estos mismos actuarán como incentivo, y harán posible que aquel que ejerce la función empresarial motivada por dicho incentivo perciba y descubra continuamente la información práctica relevante para la consecución de los fines propuestos. Y al revés, si por cualquier razón se acota o se cierra el campo para el ejercicio de la empresarialidad en determinada área de la vida social (mediante restricciones coactivas de tipo legal o institucional), entonces los seres humanos ni siquiera se plantearán la posibilidad de lograr o alcanzar fines en esas áreas prohibidas o limitadas, por lo que, al no ser posible el fin, éste no actuará como incentivo, y como consecuencia de ello tampoco se percibirá ni descubrirá información práctica alguna relevante para la consecución del mismo. Es más, ni siquiera las personas afectadas serán conscientes en estas circunstancias del enorme valor y gran número de fines que dejan de poder ser logrados como consecuencia de esa situación de restricción institucional. Es decir, dentro del esquema de monigotes de las Figuras II-1 y II-2, nos damos cuenta de cómo, si existe libertad para el ejercicio de la acción humana, la «bombilla empresarial» podrá encenderse libremente en cualquier circunstancia de desajuste o descoordinación social, produciéndose el proceso de creación y transmisión de información que dará lugar a la coordinación del desajuste que permite y hace posible la vida en sociedad. Por el contrario, si en una determinada parcela se impide el ejercicio de la empresarialidad, entonces no es posible en ningún caso que se «encienda la bombilla empresarial», es decir, no es posible que se descubra por parte del empresario la existente situación de desajuste que, por tanto, podrá continuar inalterada indefinidamente o incluso agravarse. Entendemos ahora la gran sabiduría incorporada en el antiguo refrán castellano que dice «ojos que no ven, corazón que no siente» y que es directamente aplicable al caso que nos ocupa. Pues se da la paradoja de que el hombre no es capaz de sentir o apreciar aquello que pierde cuando no puede actuar o ejercer libremente su función empresarial.

Por último, recordemos que cada hombre-actor posee unos átomos de información práctica que, como hemos visto, tiende a descubrir y a utilizar para lograr un fin; información que, a pesar de su trascendencia social, sólo él tiene o posee, es decir, sólo él conoce e interpreta, de forma consciente. Ya sabemos que no nos referimos a la información que se encuentra articulada en las revistas especializadas, libros, periódicos, ordenadores, etc. La única información o conocimiento relevante a nivel social es la que es conocida o sabida de forma consciente, aunque en la mayoría de los casos sólo tácitamente, por alguien en cada momento histórico. Luego el hombre, cada vez que actúa y ejerce la función empresarial, lo hace de una forma característica, sólo propia de él, es decir personal e irrepetible, que tiene su origen en intentar lograr unos objetivos o visión del mundo que actúan como incentivo y que, en sus distintas características y circunstancias, sólo él posee. Esto permite que cada ser humano logre unos conocimientos o informaciones que sólo descubre en función de sus fines y circunstancias y que no son repetibles de forma idéntica por ningún otro ser humano.

De ahí la enorme importancia que tiene el no desaprovechar la función empresarial de nadie. Incluso las personas más humildes, menos consideradas socialmente, y menos formadas desde el punto de vista del conocimiento articulado, poseerán al menos con carácter exclusivo pequeños trozos o parcelas de conocimiento o información que podrán tener un valor determinante en el curso de los acontecimientos históricos. Desde esta óptica resulta evidente el carácter esencialmente humanista de la concepción de la empresarialidad que estamos explicando, y que hace de la economía la ciencia humanista por excelencia.

Competencia y función empresarial.

La función empresarial, por su propia naturaleza y definición, es siempre competitiva. Quiere ello decir que, una vez que se descubre por el actor una determinada oportunidad de ganancia y éste actúa para aprovecharla, dicha oportunidad de ganancia desaparece, y ya no puede ser apreciada y aprovechada por otro. E igualmente, si la oportunidad de ganancia sólo se descubre parcialmente o, habiéndose descubierto en su totalidad, sólo es aprovechada de manera parcial por el actor, parte de dicha oportunidad quedará latente para ser descubierta y aprovechada por otro actor. El proceso social es, por tanto, netamente competitivo, en el sentido de que los diferente actores rivalizan entre sí unos con otros, de forma consciente o inconsciente, para apreciar y aprovechar antes que nadie las oportunidades de ganancia. Dentro de nuestro esquema recogido en el gráfico de monigotes, es como si la función empresarial, más que representada por una sola «bombilla» como nosotros lo hemos hecho por razones de simplificación, se manifestara en la aparición simultánea y sucesiva de múltiples «bombillas», representando cada una de ellas a los múltiples y variados actos empresariales de diagnóstico y experimentación de las más diversas y nuevas soluciones a los problemas de descoordinación social, que rivalizan y compiten entre sí por acertar y preponderar.

Todo acto empresarial descubre, coordina y elimina desajustes sociales y, en función de su carácter esencialmente competitivo, hace que esos desajustes, una vez descubiertos y coordinados, ya no puedan volver a ser percibidos y eliminados por ningún otro actor. Podría pensarse erróneamente que el proceso social movido por la empresarialidad podría llegar por su propia dinámica a detenerse o desaparecer, una vez que la fuerza de la empresarialidad hubiese descubierto y agotado todas las posibilidades de ajuste social existentes. Sin embargo, el proceso empresarial de coordinación social jamás se detiene ni agota. Esto es así porque el acto coordinador elemental, que hemos explicado en las Figuras II-1 y II-2, consiste básicamente en crear y transmitir nueva información que por fuerza ha de modificar la percepción general de objetivos y medios de todos los actores implicados. Esto, a su vez, da lugar a la aparición sin límite de nuevos desajustes que suponen nuevas oportunidades de ganancia empresarial, y así sucesivamente, en un proceso dinámico que nunca se termina, y que constantemente hace avanzar la civilización. Es decir, la función empresarial no sólo hace posible la vida en sociedad, al coordinar el comportamiento desajustado de sus miembros, sino que también permite el desarrollo de la civilización, al crear continuamente nuevos objetivos y conocimientos que se extienden en oleadas sucesivas por toda la sociedad; y además, y esto es muy importante, permite igualmente que este desarrollo sea tan ajustado y armonioso como sea humanamente posible en cada circunstancia histórica, porque los desajustes que constantemente se crean conforme avanza el desarrollo de la civilización, y aparece y surge nueva información, a su vez tienden a ser descubiertos y eliminados por la propia fuerza empresarial de la acción humana. Es decir, la función empresarial es la fuerza que cohesiona la sociedad y hace posible su desarrollo armonioso, dado que los inevitables y necesarios desajustes que se producen en tal proceso de desarrollo tienden a ser igualmente coordinados por la misma.


La división del conocimiento y el orden «extensivo» de cooperación
social.

Dada la limitada capacidad de asimilación de información por parte de la mente humana, así como el volumen creciente de constante creación de nueva información por parte del proceso social movido por la fuerza empresarial, es claro que el desarrollo de la sociedad exige una continua extensión y profundización en la división del conocimiento. Esta idea, que originariamente fue enunciada en una primera versión, torpe y objetivista, con la denominación de división del trabajo, quiere decir, simplemente, que el proceso de desarrollo supone, desde el punto de vista vertical, un conocimiento cada vez más profundo, especializado y detallado que exige para su extensión horizontal un volumen cada vez mayor de seres humanos (es decir, un incremento constante de la población). Este crecimiento de la población es, a la vez, consecuencia y condición necesaria para el desarrollo de la civilización, dado que la capacidad de la mente humana es muy limitada y no es capaz de duplicar el enorme volumen de información práctica que sería preciso si ésta empresarialmente crea de manera continuada y no aumenta en paralelo el número de mentes y seres humanos. En la Figura II-4 se describe de manera gráfica este proceso de profundización y extensión en la división del conocimiento práctico y disperso en que consiste el desarrollo de la sociedad movido por la función
empresarial.


Los números de la Figura II-4 sirven para identificar a los distintos seres humanos. Las letras representan el conocimiento práctico de cada ser humano dirigido a fines concretos. Las «bombillas encendidas» entre las flechas del centro de la figura indican el acto empresarial de descubrimiento de las ventajas del intercambio y de la división horizontal del conocimiento: en efecto, en la segunda línea se observa cómo cada ser humano ya no duplica el conocimiento ABCD de todos los demás, sino que se especializa el 2 en AB y el 3 y el 4 en CD, intercambiando unos con otros el producto de su acción empresarial. Las bombillas en los laterales representan la creación empresarial de nueva información y que provoca un aumento en la división vertical del conocimiento. En efecto, las nuevas ideas surgen al no ser preciso duplicar todo el conocimiento disperso de los actores en cada uno de ellos. Y que el conocimiento sea cada vez más profundo y complejo exige un aumento de la población, es decir, la aparición de nuevos seres humanos (números 5, 6, 7 y 8) que a su vez puedan crear nueva información y aprender lo recibido de sus «padres», extendiéndolo a toda la sociedad mediante el intercambio. En suma, no es posible conocer o saber cada vez más en más áreas concretas sin que aumente el número de seres humanos. O dicho de otra forma, el principal límite al desarrollo de la civilización es una población estancada, pues imposibilita continuar el proceso de profundización y especialización del conocimiento práctico que es necesario para el desarrollo económico.

Creatividad versus maximización.

La función empresarial, o si se prefiere la acción humana, no consiste esencialmente en asignar medios dados a fines también dados de una forma óptima, sino que básicamente consiste, como ya hemos visto, en percibir, apreciar y darse cuenta de cuáles son los fines y medios, es decir, en buscar y descubrir nuevos fines y medios de forma activa y creadora. Por eso hay que ser especialmente críticos de la torpe y estrecha concepción de la economía que tiene su origen en Robbins y en su conocida definición de la misma como ciencia que estudia la utilización de medios escasos susceptibles de usos alternativos para la satisfacción de las necesidades humanas. Esta concepción presupone, por tanto, un conocimiento dado de los fines y los medios, por lo que el problema económico queda reducido a un problema técnico de mera asignación, maximización u optimización; el hombre robbinsiano es un autómata o caricatura humana que se limita a reaccionar de forma pasiva ante los acontecimientos. Frente a esta concepción de Robbins hay que destacar la postura de Mises, de acuerdo con la cual el hombre, más incluso que homo sapiens es homo agens u homo empresario que actúa. Más que asignar medios dados a fines dados con carácter exclusivo, lo que realmente hace el hombre es buscar constantemente nuevos fines y medios, aprendiendo del pasado y usando su imaginación para descubrir y crear el futuro paso a paso. Es más, como bien ha demostrado Kirzner, incluso la acción que parezca meramente maximizadora u optimizadora posee siempre una componente empresarial, pues es preciso que, previamente, el actor implicado en la misma se haya dado cuenta de que tal curso de acción, tan autómata, mecánico y reactivo, es lo más conveniente. Es decir, la concepción robbinsiana no es sino un caso particular, relativamente poco importante, que queda englobado por la concepción misiana, que es mucho más general, rica y explicativa de la realidad social.

Conclusión: nuestro concepto de sociedad.

En suma, podríamos concluir definiendo la sociedad como un proceso (es decir, una estructura dinámica) de tipo espontáneo, es decir, no diseñado conscientemente por nadie; muy complejo, pues está constituido por miles de millones de personas con una infinita variedad de objetivos, gustos, valoraciones y conocimientos prácticos; de interacciones humanas (que básicamente son relaciones de intercambio que en muchas ocasiones se plasman en precios monetarios y siempre se efectúan según unas normas, hábitos o pautas de conducta); movidas todas ellas por la fuerza de la función empresarial; que constantemente crea, descubre y transmite información, ajustando y coordinando de forma competitiva los planes contradictorios de los individuos; y haciendo posible la vida en común de todos ellos con un número y una complejidad y riqueza de matices y elementos cada vez mayores.

3. FUNCIÓN EMPRESARIAL Y CONCEPTO DE SOCIALISMO

El análisis que con un relativo detalle y profundidad hemos efectuado hasta ahora de la función empresarial era preciso, pues nuestra definición de socialismo, como vamos a ver, se basa o fundamenta en el concepto de la empresarialidad. En efecto, a lo largo de este libro definiremos el socialismo como toda restricción o agresión institucional contra el libre ejercicio de la acción humana o función empresarial. Dedicaremos el capítulo siguiente a analizar con detalle esta definición y todas sus implicaciones. Ahora basta con que señalemos que en muchos casos la restricción o agresión institucional tiene su origen en un deseo deliberado de mejorar el proceso de coordinación social y alcanzar determinados fines u objetivos. Es decir, en algunas ocasiones la agresión institucional contra la acción humana que supone el socialismo podrá tener un origen basado en la tradición o en la historia, como ocurre en determinadas sociedades precapitalistas ancladas, por ejemplo, en el sistema de castas; sin embargo, el socialismo como fenómeno moderno, y con independencia de su tipo o clase concreta, surge como un intento deliberado de pretender mediante la coacción institucional «mejorar» la sociedad, hacer más eficaz su desarrollo y funcionamiento, y lograr unos fines que se consideran «justos». Por todo ello, podemos completar la definición de socialismo que acabamos de proponer de la siguiente forma: socialismo sería todo sistema de restricción o agresión institucional al libre ejercicio de la acción humana o función empresarial que suele justificarse a nivel popular, político y científico, como un sistema capaz de mejorar el funcionamiento de la sociedad y de lograr determinados fines y objetivos que se consideran buenos. Un estudio profundo del socialismo, tal y como lo acabamos de definir, exige un análisis teórico del concepto y de sus implicaciones que nos permita dilucidar si se trata o no de un error intelectual la creencia de que es posible mejorar el sistema de coordinación social a través de la coacción institucional que implica todo socialismo. Igualmente, es preciso efectuar un estudio interpretativo de tipo empírico o histórico en relación con los diferentes casos de socialismo que son identificables en la realidad, interpretación que pueda completar y enriquecer las conclusiones que se hayan extraído de la investigación teórica. Y, por último, sería necesario emprender un análisis en el campo de la teoría de la ética social, con la finalidad de dilucidar si desde la óptica ética es admisible o no el agredir contra la esencia más íntima del ser humano: su capacidad de actuar creativamente. Tal y como hemos indicado en la Introducción, dedicaremos los próximos capítulos de este libro a tratar in extenso la primera de estas cuestiones, dejando para futuras investigaciones los necesarios análisis de tipo histórico y ético.

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