martes, 23 de junio de 2020

Lo esencial de Mises por Murray N. Rothbard.


Breve biografía y análisis de las contribuciones económicas de Ludwig Von Mises por uno de sus mayores y mejores discípulos, Murray N. Rothbard, extraído del libro titulado "Planificación para la libertad: y otros dieciséis ensayos y conferencias".

Lo esencial de Mises. 

Con frecuencia se nos plantean problemas artificiosos, tanto en la esfera política como en la ideológica, que se pretende resolvamos por una de dos vías arbitrariamente preestablecidas. Así, se nos decía durante la década de los treinta que era forzoso optar entre comunismo o fascismo y hoy, similarmente, los economistas norteamericanos nos presentan como única alternativa keynesianismo o monetarismo "libremente fluctuante". El debate ya no gira más que en torno a cuánto debe el gobierno inflar las disponibilidades dinerarias y a cuánto debe ascender el déficit presupuestario.

Nadie, por lo visto, desea ni considerar siquiera una tercera solución, mucho más fecunda que esa extraña mixtura, a base de medidas monetarias y fiscales, con que las autoridades, parece, deben invariablemente cebarnos. Raros, en verdad, son, actualmente, los pensadores que se atreven a recomendar la única medida salvadora, la supresión de toda intervención estatal, no sólo por lo que atañe a la oferta monetaria, sino incluso por lo que se refiere al ámbito entero de la actividad económica. He ahí la olvidada receta del mercado libre, el filtro mágico por el que un solitario y combatido, distinguido, brillante y creador economista, Ludwig von Mises, luchó toda su vida e hizo cuanto pudo por popularizar. No es, ciertamente, exagerado decir que sólo si logramos superar el atolladero en que nos hallamos, alcanzando, al fin, las altas cumbres que Mises oteara, conseguirá el mundo librarse de los mismos estatificadores que hoy lo asfixian y podrá, por su parte, la ciencia económica volver a contemplar, sana y correctamente, los temas que de verdad interesan.

I. La Escuela Austríaca.

Ludwig von Mises nació el 29 de septiembre de 1881 en la ciudad de Lemberg, perteneciente a la sazón al imperio austrohúngaro, donde su padre, Arthur Edler von Mises, distinguido ingeniero, trabajaba para los ferrocarriles austríacos. Muy joven marchó a Viena, donde, a comienzos del siglo, se doctoró en derecho y economía

Nació y creció Mises en la época más brillante de la gran Escuela Austríaca de economía. Ni él ni ninguna de sus decisivas contribuciones científicas resultan cabalmente comprensibles fuera del ámbito de aquel pensamiento económico que con tanto ahínco estudiara y tan profundamente absorbiera. A mediados del siglo XIX ya nadie dudaba que la escuela clásica, cuyos máximos exponentes fueran David Ricardo y John Stuart Mill, había embarrancado en los bajos de muy graves errores. Su defecto básico consistió en pretender analizar la economía, no desde el punto de vista del individuo que actúa, sino partiendo del supuesto comportamiento de arbitrarias clases. No pudieron nunca los clásicos, por eso, llegar a comprender las fuerzas subyacentes que determinan el valor y los respectivos precios de mercancías y servicios en el mercado; escapábaseles la función del consumidor, es decir, la fuerza que, en definitiva, impulsa la actividad del empresariado. Concentrados siempre en su contemplación de clases de bienes, fueron incapaces de resolver, por ejemplo, lo que ellos mismos denominaron la "paradoja del valor", o sea, por cuál razón el pan, producto de enorme utilidad, "sostén de la vida", tenía escaso valor mercantil, mientras los diamantes, objetos meramente suntuarios, carentes de trascendencia para la supervivencia humana, gozaban de alto precio. ¿Por qué, se preguntaban, podía el pan tan bueno y útil valer, en el mercado, menos que los brillantes? Tal supuesta paradoja enloqueció a los clásicos y, en su afán de resolverla, acabaron, por desgracia, concluyendo que había dos tipos de valores. El pan, desde luego, tenía mayor valor "en uso" que las piedras preciosas, pero éstas, por el contrario, gozaban de mayor valor "en cambio". Esa aparente dualidad valorativa hizo que innúmeros escritores posteriores condenaran la economía de mercado por producir "para el beneficio", en vez de orientar los factores disponibles hacia la producción "para el uso".

Recalcitrantes siempre a analizar la actuación del consumidor, no podían los clásicos hallar satisfactoria explicación a cómo se determinan los precios en el mercado, llegando, desorientados, a sostener: a) que el valor era una virtud, una calidad, propia e inherente a cada mercancía; b) que ese valor quedaba impreso en la cosa merced al correspondiente proceso de producción, y c) que el valor, en definitiva, dependía del "coste" de la producción, por lo que podía afirmarse que derivaba del número de horas laborales invertidas en el correspondiente proceso. Tal ricardiana teoría fue llevada por Marx a su conclusión lógica: si el valor procedía única y exclusivamente de la cantidad de trabajo dedicado a la producción, el interés y beneficio que capitalistas y empresarios de la misma derivaban no podían ser sino plusvalía, injustamente detraída a la legítima retribución del trabajador.

Los ricardianos, al advertir que su teoría daba amparo a la doctrina marxista, intentaron replicar diciendo que los bienes de capital también son productivos y, por tanto, merecedores de participar en el beneficio; a lo que los marxistas, con toda justeza, contestaron que el capital, por su parte, no dejaba de ser trabajo "incorporado" o "congelado" en el instrumento de producción de que se tratara y, consecuentemente, los salarios del caso debían haber absorbido íntegramente el precio final conseguido.

Los clásicos no sólo fueron incapaces de explicar satisfactoriamente y justificar el beneficio empresarial. Al analizar la distribución de los resultados de la producción, entre las diferentes clases, concluyeron que había de producirse una lucha permanente entre las mismas, es decir, entre salarios, beneficios y rentas, pues implacablemente habían de pugnar entre si, por sus respectivas cuotas, trabajadores, capitalistas y terratenientes. Separaron, enteramente, por desgracia, la producción y la distribución; no podía ésta sino constituir tema de interminable conflicto para las tres clases siempre combatientes entre sí. El alza de los salarios, aseguraron, sólo era posible en detrimento de beneficios y rentas, y lo mismo a la inversa. Los clásicos, una vez más, estaban abriendo las puertas al marxismo. Cegados, invariablemente, por su afán de analizar el comportamiento de supuestas clases, sin parar nunca mientes en el actuar individual, los economistas ricardianos no sólo hubieron de abandonar todo intento de comprender la actividad consumidora, el valor y los precios de los artículos de consumo, sino que además jamás halláronse en condiciones de abordar el problema de la determinación del precio de los factores de producción, es decir, el precio de específicas unidades de trabajo, tierra o capital. Las imperfecciones y errores de la economía ricardiana, a medida que el siglo avanzaba, devenían cada vez más evidentes. La ciencia económica había entrado en un callejón sin salida.

Ha sido frecuente, en la historia de los descubrimientos humanos, que investigadores ampliamente separados por circunstancias de lugar y condición, hayan conseguido descubrimientos similares, con total independencia. La solución a aquellas paradojas que tanto atormentaron a los clásicos fue, de pronto, hallada en 1871, bajo distinta forma, por tres diferentes estudiosos: William Stanley Jevons, en Inglaterra; León Walras, en Lausanne, y Carl Menger, en Viena. Nació, entonces, la economía moderna o neoclásica. Jevons no logró desarrollar debidamente el nuevo pensamiento; su visión fue todavía incompleta y fragmentaria. A la difusión de su ideario opúsose, por otra parte, el enorme prestigio de las doctrinas ricardianas en el indudablemente estrecho mundo intelectual de la Inglaterra victoriana. Jevons tuvo, pues, pocos seguidores y escasa influencia. La doctrina de Walras careció, igualmente, de impacto; y lo peor fue, como en seguida veremos, que su pensamiento iba a ser posteriormente aprovechado para estructurar una cierta concepción "microeconómica". Carl Menger, profesor de economía de la Universidad de Viena, formuló, en cambio, la más brillante teoría neoclásica, dando solución a problemas hasta entonces insolubles. Fue el fundador de la Escuela Austríaca.

La precursora labor de Menger culminó en la gran obra sistematizadora de su eminente discípulo y sucesor en la cátedra vienesa, Eugen von Böhm-Bawerk. Gracias al monumental esfuerzo intelectual que éste, a lo largo de los años ochenta, desarrollara, y merced a su obra cumbre, Capital e interés, la doctrina vienesa quedó definitivamente consolidada. Hubo otros perspicaces y destacados economistas que contribuyeron a la grandeza de la escuela durante las dos últimas décadas del siglo; entre ellos cabe recordar a Friedrich von Wieser, cuñado de Böhm, y, en cierta medida, también al americano John Bates Clark. Pero la figura de Böhm-Bawerk sobresale por encima de todos.

Las soluciones de Menger y Böhm-Bawerk tenían una aplicación mucho más generalizada que las teorías ricardianas, precisamente en razón a haberse acogido a una epistemología totalmente distinta. Los austríacos centraron, invariablemente, su atención en las motivaciones del individuo, en los impulsos de quien, en el mundo real, y siempre de acuerdo con sus propias valoraciones y preferencias, actúa. Pudieron, consecuentemente, basar el análisis de la actividad económica y de la producción en las valoraciones y aspiraciones del consumidor independiente e individualizado. Partía éste, siempre, al operar —pensaron—, de su propia escala de preferencias y valores y tales valoraciones, combinadas y entrelazadas, engendraban la total demanda consumidora, la cual, a su vez, impulsaba y ordenaba la actividad productora toda. Porque concentraban su atención en el individuo que en el mundo real opera, pudieron advertir los vieneses que la producción libre se orienta invariablemente a atender los deseos que se supone mañana abrigarán los consumidores.

Concluyeron, consiguientemente, que ninguna actividad productiva —fuera de tipo laboral o de cualquier otro orden— podía, per se, conferir valor a los correspondientes bienes o servicios producidos. El valor procedía exclusivamente de las subjetivas apreciaciones del consumidor individualizado. Supongamos una persona que, por ejemplo, dedicara treinta años de trabajo, así como múltiples otros medios, a construir un impresionante triciclo a vapor; si, ofrecido tan singular artilugio al mercado, no se hallara para él comprador, ello evidentemente indicaría que el mismo carecía de valor, pese al esfuerzo y los materiales invertidos en su construcción. El valor de las cosas no es sino la propia valoración que aquellas merecen al consumidor. Es la intensidad y la amplitud de la apetencia de los consumidores por específicos bienes y servicios lo que, en definitiva, determina su respectivo precio.

Los austríacos fácilmente pudieron, así, contemplando, derecha y exclusivamente al individuo, en vez de a desdibujadas clases, resolver aquella paradoja del valor que tanto había hecho sufrir a los clásicos. Porque nadie, en efecto, tiene jamás, en el mercado, que preferir entre todo "el pan" como clase, y todos "los diamantes", como clase también. Evidenciaron los vieneses que cuanto mayor es la cantidad, superior el número de unidades, de cualquier bien que el sujeto posea, menores el valor que el actor atribuye a cada una de tales unidades. Quien se hallare sediento, trompicando por el desierto, daría enorme valor a un vaso de agua; el ciudadano de Viena o Nueva York, en cambio, con líquido acuífero rebosando en torno, ha de estimar de muy escaso valor, de muy poca utilidad, la misma agua. De ahí que el precio que aquel, en el desierto, pagaría por el vaso de agua sería incomparablemente superior al que nadie abonaría en Nueva York. Quien actúa opta siempre por específicas unidades, por unidades marginales; de ahí que la Escuela Austriaca hablara de la "ley de la utilidad marginal decreciente". El pan es más barato que los brillantes, porque hay en el mercado muchas más hogazas que carates; consecuentemente, el valor y el precio de determinado pan forzosamente ha de ser inferior al de específico diamante. Desaparece así la aparente contradicción entre el valor en uso y el valor en cambio, pues, dada la abundancia de panes, cada uno de éstos resulta para el sujeto actuante efectivamente menos útil, tiene menos valor, que cada diamante existente.

El problema de la distribución de las rentas en el mercado lo resolvieron los vieneses igualmente concentrando su atención en la actividad individual, amparados siempre en el análisis marginal. Pusieron de manifiesto que cada unidad de cualquier factor de producción, tratárase de trabajo en sus múltiples manifestaciones, de tierra de la clase que fuera, o de capital, quedaba justipreciada, en el mercado, con arreglo a su propia productividad marginal, o sea, según la medida en que la supletoria unidad empleada incrementaba el valor del bien que, en definitiva, adquiría el consumidor. Cuanto mayor fuera la oferta, la cuantía de unidades disponibles del factor en cuestión, menor tendería a ser su productividad marginal y, por lo tanto, el precio de cada una de dichas unidades; y, a la inversa, cuanto menores fueran las disponibilidades, mayor tendería a ser el precio del bien de que se tratara. Evidenciaron así los austríacos que no existía pugna clasista, ni conflicto absurdo y arbitrario entre las diferentes clases de factores que en cada producto intervenían; cada uno de dichos factores contribuía armoniosamente a la producción final, orientada siempre a satisfacer, dadas las circunstancias concurrentes, las más acuciantes necesidades de los consumidores, del modo más eficaz posible, es decir, de la forma menos costosa. Cada unidad de los diferentes factores intervinientes percibía el precio resultante de su respectiva productividad marginal, o sea, la suma dinerada que correspondía a su propia contribución al resultado conseguido. De haber algún conflicto de intereses, no se plantearía nunca entre las tres clases de factores productivos, tierra, trabajo y capital, sino, en todo caso, entre los posibles diferentes aportantes de un mismo factor. Así, si, por ejemplo, se descubriera una nueva fuente de producción de cobre, ello no podría dejar de redundar en favor y en beneficio de los consumidores, por un lado, y, por otro, de los suministradores de los factores de producción capital y trabajo. Perjudicaríanse, en cambio, posiblemente, los existentes propietarios de explotaciones cupríferas, al descender el precio de tal mercancía.

Patentizaron, de esta suerte, los vieneses que no existe, en el mercado libre, disparidad alguna entre producción y distribución. Las diversas valoraciones y las distintas demandas de los consumidores determinan los precios de los bienes de consumo, es decir, de los productos que ellos adquieren. Los precios de los bienes de consumo, por su parte, orientan la actividad productiva toda y determinan los precios de los factores de producción intervinientes, los diversos bienes de capital, los salarios y las rentas. La correspondiente distribución de ingresos no es sino consecuencia del precio de mercado de cada factor.

Si, por ejemplo, el precio del cobre es de 20 centavos la libra, cuando un poseedor de cobre vende 100.000 libras, recibirá a cambio $ 10.000 en el proceso distributivo; si el salario de un obrero es de $ 4 la hora, trabajando cuarenta horas a la semana conseguirá $ 160, y así sucesivamente.

¿Y qué sucede con los beneficios y aquel trabajo "congelado" en las diversas mercancías? Böhm-Bawerk, a este respecto, advirtió certeramente, basándose siempre en el análisis de la actuación individual, que es norma invariable de la actividad humana el pretender alcanzar los objetivos, los fines que el hombre ambiciona, lo más pronto posible. Los bienes o servicios valen más para los mortales cuanto antes cabe disfrutarlos. "Más vale un toma que dos te daré", suele decirse. Es, precisamente, esta preferencia temporal lo que hace que las gentes no inviertan la totalidad de sus ingresos en bienes productivos (capital), con lo que, en cambio, aumentarían su bienestar futuro. El sujeto tiene necesidad siempre de consumir algo. Dispar, sin embargo, es el grado personal de preferencia temporal, o sea, la preferencia de bienes presentes contra bienes futuros, según sea la condición y organización de las gentes. Cuanto mayor sea la preferencia temporal del individuo, mayor será la porción de su renta que dedique al consumo inmediato; en cambio, cuanto menor sea aquélla, más ahorrará, es decir, más dedicará a conseguir mayores bienes futuros. Tal preferencia temporal es, precisamente, lo que engendra el interés y el beneficio, cuya mayor o menor cuantía quedará, finalmente, determinada por esa repetida preferencia temporal.

Examinemos, por ejemplo, el interés de un préstamo. Los escolásticos, en el medievo y primera parte de la edad moderna, como economistas, no eran torpes y observaban con mucha atención la mecánica del mercado. Había un fenómeno, sin embargo, el interés de los préstamos, que nunca consiguieron comprender y menos aun justificar. El beneficio obtenido de arriesgada inversión lo admitían. Pero Aristóteles había enseñado que el dinero, per se, era estéril e improductivo; ¿cómo podría, pues, aceptarse que un préstamo (suponiéndolo plenamente garantizado) devengara interés? Incapaces de hallar respuesta válida, la Iglesia y los escolásticos se desacreditaron ante el mundo seglar al condenar, como "usuraria", toda percepción de interés. Fue Böhm-Bawerk quien resolvió el enigma, apoyándose en su teoría de la preferencia temporal. El prestamista que ofrece un crédito de $ 100 y el prestatario que se compromete a devolver $ 106, al cabo de un año, en modo alguno están manejando cosas homogéneas. El acreedor entrega al deudor $ 100, un bien presente, que el recipiendario puede utilizar desde ya. El acreditado, en cambio, no da sino una promesa de pago, una expectativa de cobranza que sólo dentro de un año se materializará. El primero ofrece un bien presentecontra un bien futuro del segundo, un dinero que aquél sólo dentro de un año podrá disfrutar. Y como quiera que, en razón de la preferencia temporal, el bien presente es siempre más valioso que el bien futuro, resulta natural y comprensible que el acreedor exija y el deudor pague voluntariamente cierto premio o bonificación por el bien presente indudablemente de mayor valor que el bien futuro. Tal premio o bonificación será, en el mercado, mayor o menor, según la importancia que las gentes en cada circunstancia y momento atribuyan a la preferencia temporal.

Böhm-Bawerk, prosiguiendo su análisis, evidenció cómo la preferencia temporal regulaba igualmente el beneficio, hasta el punto de que el beneficio "normal" no es sino la propia tasa de interés vigente. Cuando el empresario capitalista invierte, mediante previo pago, trabajo y tierra en el proceso productivo, evita a los poseedores de estos factores —trabajadores y terratenientes— el perjuicio que, en otro caso, soportarían de tener que esperar, hasta cobrar, el que la mercancía fuera vendida a los consumidores y pagada por éstos. En ausencia de empresarios capitalistas, laboradores y terratenientes tendrían que aguardar meses e, incluso, años sin percibir nada hasta que el producto final —el automóvil, el pan o la lavadora— fuera pagado por su consumidor o usuario. El capitalista, merced a ahorro previo, sirve a trabajadores y propietarios pagándoles de inmediato, tan pronto como aportan sus respectivos medios productivos; él, en cambio, ha de esperar a que la mercancía quede colocada para recuperar su dinero. Laboradores y terratenientes pagan gustosos a los capitalistas renta e intereses a cambio del aludido beneficio que reciben. Los capitalistas, en resumen, vienen a ser acreedores-prestamistas que, previo ahorro, entregan moneda actual, para después recuperar su inversión y cobrar beneficio; los aportantes de trabajo y tierra, por su lado, vienen a ser como deudores-prestatarios, pues sus servicios sólo más tarde tendrán rentabilidad. La tasa de beneficio normal, una vez más, vemos queda regulada por los diversos grados de preferencia temporal. Böhm-Bawerk, llegaba a la misma conclusión por otra vía. Los bienes de capital, lejos de ser sólo "trabajo acumulado", son igualmente tiempo acumulado (así como tierra). Y es ese elemento temporal el que nos explica por qué surgen el interés y el beneficio. Böhm-Bawerk profundizó decisivamente en el concepto de capital; advirtió, contrariamente a lo que pensaban los ricardianos y piensan la mayoría de nuestros economistas contemporáneos, que el capital no constituye ni una masa homogénea ni una suma dada. El capital es una estructura, delicado entretejido, con dimensión temporal. El desarrollo económico y el incremento de la producción se consiguen no sólo aumentando la cantidad de capital, sino incrementando además su estructura temporal, montando así, en definitiva, procesos de producción temporalmente más y más dilatados. Cuanto menor sea el grado de la preferencia temporal de las gentes, mayor será su disposición por sacrificar el consumo actual en aras de ahorrar e invertir en procesos de producción de superior duración, procesos éstos de mejor productividad que engendrarán una cantidad sustantivamente mayor de bienes de consumo mañana.

II. Mises y la "economía austríaca": La teoría del dinero y el crédito.

El joven Ludwig von Mises arribó a la Universidad de Viena en el año 1900, consiguiendo, seis cursos después, su doctorado en leyes y economía. Se le reconoció pronto como uno de los más aventajados estudiosos del seminario que todavía mantenía Eugen von Böhm-Bawerk. Profundo conocedor de la teoría vienesa, Mises advirtió en seguida que Böhm-Bawerk y sus predecesores no habían avanzado lo suficiente, no habían, en efecto, llegado hasta las conclusiones últimas que de sus propios razonamientos derivaban, por lo que existían todavía lagunas importantes en la doctrina. Así, desde luego, sucede en toda disciplina científica; el progreso teórico se consigue sólo a medida que discípulos y seguidores, apoyándose en las enseñanzas del maestro, superan y finalmente mejoran el ideario magistral. Es frecuente, por desgracia, que ese maestro, incapaz de advertir su trascendencia, rechace los nuevos planteamientos.

La laguna fundamental que Mises advirtió era la que hacía referencia a la teoría del dinero. La Escuela Austríaca, evidentemente, había descubierto cómo el mercado determinaba no sólo el precio de los bienes de consumo, sino también el de los factores de producción. El dinero, sin embargo, para los vieneses, como anteriormente para los clásicos, seguía siendo un compartimiento estanco, que nadie creía oportuno abordar con arreglo a los métodos aceptados para analizar el resto de la economía. Los austríacos y los neoclásicos todos, en Europa y América, aceptaban tan dispar tratamiento cuando Mises aparecía en escena. El análisis del dinero y del denominado "nivel de precios" cada vez se separaba más de la sistemática seguida para estudiar las demás ramas de la economía. Padecemos hoy las consecuencias de aquel dispar tratamiento en la distinción tan de moda entre "macro" y "micro" economía. Parte esta última, más o menos, de la actividad individual de consumidores y productores, pero, en cuanto aparece el dinero, el economista nos pierde en un mundo imaginario, poblado por fantasmáticos conjuntos, los "medios de pago", el "nivel de precios", el "producto nacional bruto", el "gasto total". La "macroeconomía", por su parte, separada ya de la firme base del análisis individualista, no hace sino saltar de una serie de errores a otro conjunto de falacias. Esa doble visión, al abordar la realidad económica, cobraba cada vez mayor impulso en la época vienesa de Mises, al amparo de los escritos del norteamericano Irving Fisher, quien, enteramente despreocupado de la actuación del individuo, dedicabase a elaborar complejas teorías acerca del "nivel de precios" y las "velocidades de circulación" sin pretender en modo alguno integrar su pensamiento en el sano "microanálisis" de la ciencia neoclásica.

Ludwig von Mises se lanzó a solventar tan arbitraria separación mediante analizar la economía monetaria y el poder adquisitivo del dinero (erróneamente denominado nivel de precios) partiendo de la sistemática austríaca, o sea, contemplando invariablemente el actuar del individuo y la operación del mercado para llegar, finalmente, a estructurar el amplio tratado de economía que explicara, por igual, el funcionamiento de todos y cada uno de los sectores económicos. Y Mises consiguió plenamente su ambiciosa meta con la Teoría del dinero y el crédito (1912) (Theorie des Geldes und der Umlaufsmittel), primera de sus magistrales obras. Fue una brillante conquista de pura investigación intelectual, digna del propio Böhm- Bawerk. La ciencia económica, al fin, constituía un todo unitario, integral cuerpo analítico, basado en la actividad individual; desaparecía la distinción entre dinero, por un lado, y nivel de precios, por otro, entre micro y macroeconomía. Mises, aplicando por entero la teoría de la utilidad marginal a la oferta y la demanda del propio dinero, desarticuló la mecanicista visión de Fisher, basada en automáticas relaciones entre la cuantía monetaria y el nivel de precios, la "velocidad de circulación" y las "ecuaciones de intercambio".

Mises, en efecto, demostró que el "precio" del dinero; es decir, su poder adquisitivo, quedaba determinado en el mercado igual que el precio de cualquier otro bien, a saber, por la cantidad del mismo disponible y la intensidad de la demanda consumidora (basada ésta en la utilidad marginal que la cosa de que se trata, en cada momento, tenga para los consumidores). La demanda monetaria viene dada por el deseo de mantener dinero a la vista, en caja o en la correspondiente cuenta bancaria, para poder gastarlo, más pronto o más, tarde, en bienes y servicios considerados provechosos por el sujeto actuante. La utilidad marginal de la unidad monetaria (sea el dólar, el franco o la onza de oro) determina la intensidad de la demanda de dinero a la vista, y la interacción que se establece entre la cuantía de las disponibilidades monetarias, de un lado, y la demanda dineraria, de otro, determina el "precio" del dólar, o sea, la cantidad de bienes que con el dólar cabe adquirir. Mises coincidía con la clásica teoría cuantitativa en el sentido de que el incremento de la oferta de dólares (o de onzas de oro) forzosamente ha de provocar un descenso del precio de tal unidad monetaria; en otras palabras, un alza del precio de los demás bienes y servicios. Pero depuró enormemente aquella más bien tosca exposición, integrándola en la teoría económica general. Destacó, por lo pronto, que hay muy poca proporcionalidad entre las dos magnitudes que la primitiva teoría cuantitativa manejaba; todo incremento de la oferta dineraria debe tender a reducir el valor de la unidad monetaria, pero depende de qué suceda, al tiempo, con la utilidad marginal del dinero, es decir, con el afán de las gentes por mantener saldos a la vista, en cuánto efectivamente llega a descender, si es que, en definitiva, se reduce el valor del dinero. Nos enseñó, después, Mises que la "cuantía dineraria" no aumenta de golpe; el incremento monetario se insufla en determinada sección del sistema económico y los precios sólo irán ascendiendo a medida que la supletoria moneda vaya, en sucesivas ondas, extendiendo su influjo a través del mercado. Supongamos que la administración pública crea moneda y la dedica a adquirir grapas para coser papeles; lo que, entonces, ocurrirá en modo alguno será una simple subida del "nivel de precios", como economistas no austríacos dirían. Sucederá, en cambio, que los precios de las grapas y las rentas de sus fabricantes ascenderán; subirán después los precios de los suministradores de tales fabricantes, y así sucesivamente. Acontece, pues, que el incremento de las disponibilidades monetarias provoca cambios en los respectivos precios de las cosas, al menos temporalmente, y puede, incluso, dar lugar a variaciones duraderas en los ingresos personales.

Mises comprobó igualmente que una vieja y olvidada teoría de Ricardo y sus inmediatos seguidores era sustancialmente correcta; a saber, que el incremento de las disponibilidades de oro, independientemente de su aprovechamiento industrial o comercial, no podía provocar beneficio social alguno. El aumento del dinero circulante, en efecto, no puede sino reducir la capacidad adquisitiva de la unidad monetaria, en contraste con lo que sucede cuando se dispone de más tierra, trabajo o capital, supletorios bienes éstos que forzosamente provocan una mayor producción y un más alto nivel de vida. No aumentaría el bienestar de las gentes por el hecho de triplicar uniformemente y al tiempo el dinero líquido de todo el mundo. Mises, por el contrario, demostró que si la inflación (al incrementar la cantidad de dinero disponible) resulta, en verdad, tan atractiva es, precisamente, porque no todos reciben el nuevo dinero coetáneamente y en la misma proporción; el incremento numerario lo adquiere el gobierno, primero, e inmediatamente después sus favorecidos suministradores y protegidos. Las rentas de éstos aumentan antes de que la mayor parte de los precios hayan subido. Van, en cambio, sucesivamente perdiendo, a lo largo de la cadena (y sobre todo los pensionados), quienes pagan alzados precios antes de que sus propios ingresos se incrementen. La inflación, en resumen, resulta atractiva porque el gobierno y ciertos grupos logran beneficiarse a costa de otros sectores de la población de menor poder político.

Mises enseñó que la inflación, es decir, la ampliación de las disponibilidades dinerarias, constituye, en definitiva, una especie de imposición fiscal y un medio de redistribución patrimonial. Bajo un mercado libre progresivo, en ausencia de expansiones dinerarias de origen gubernamental, los precios normalmente tienden a bajar, al incrementarse la producción de bienes y servicios. Descenso de precios y costos fue la grata nota característica del desarrollo industrial del siglo XIX. El empleo de la teoría marginalista en el estudio del dinero exigió que Mises resolviera el problema conocido como el "círculo austríaco" que la mayor parte de los economistas consideraba insoluble. Los estudiosos comprendían que el precio de los huevos, de los caballos o del pan podía determinarse con arreglo a la respectiva utilidad marginal de cada una de dichas mercancías; demandan las gentes tales bienes para consumirlos; el dinero, en cambio, se desea con miras a tenerlo a la vista al objeto de poder gastarlo en la adquisición de cosas. Para que aparezca, pues, la demanda de dinero, con su correspondiente utilidad marginal, precisa es la previa existencia de aquél con capacidad adquisitiva y valor propio. ¿Cómo cabe decir que el valor del dinero depende de su utilidad marginal, si es necesario que la moneda goce de previo valor para que tenga demanda en el mercado? Mises, con el teorema regresivo, una de sus más decisivas contribuciones, logró resolver el denominado "círculo austríaco". Hizo ver cómo cabe ir retrotrayendo ese elemento temporal que determina la demanda de dinero hasta llegar al remoto día en que el objeto-dinero no era todavía moneda, sino mera mercancía con propia utilidad, idónea para el canje por otros bienes; el día aquel en que el dinero-mercancía (el oro o la plata, por ejemplo) era exclusivamente para consumir y utilizar. Consiguió, así, Mises explicar lógicamente el valor y el poder adquisitivo del dinero. Pero su descubrimiento tuvo otras interesantes derivaciones, pues evidenciaba que el dinero sólo podía aparecer en el mercado libre merced a específica demanda de determinada mercancía útil de antemano. Predicaba, por tanto, a contrario sensu, que ni supuestas órdenes gubernamentales ni un súbito contrato social podían dar a determinada cosa condición dineraria. El dinero sólo pudo aparecer desenvolviéndose a partir de una mercancía generalmente tenida por útil y valiosa. Menger ya algo de esto había intuido, pero fue Mises quien, de una vez para siempre, patentizó la necesidad absoluta del origen mercantil del dinero.

Y hubo otras implicaciones. La teoría misiana demostraba, además, contrariamente a lo que entonces y aun ahora muchos economistas piensan, que el dinero no nació como simples laminillas metálicas o trozos de papel denominados por el gobierno "dólares", "libras", "francos", etc. El dinero surgió de una mercancía útil y valiosa. La originaria unidad monetaria, la unidad base de cuentas e intercambios, no fue ni el "franco" ni el "marco", sino el gramo de oro o la onza de plata. La moneda, esencialmente, no es sino una unidad de peso de cierto bien, de valor reconocido por el mercado. A nadie, por eso, debe sorprender que las denominaciones de todas las monedas hoy en día circulantes, el dólar, la libra, el franco, procedan de pesos específicos de oro o de plata. Pese al actual caos monetario, es ilustrativo que los Estados Unidos todavía definan oficialmente el dólar como una treinta y cincoava parte (cuarenta y dosava, actualmente) de una onza de oro.

Lo anterior, junto con la misiana demostración de los indudables perjuicios sociales que irroga el incremento gubernamental de "dólares" o "francos" arbitrariamente creados, milita en favor de llegar a una radical separación del estado político y el sistema monetario, Todo ello, en efecto, nos dice que la base del dinero fue cierto peso de oro o plata y que no sería difícil retornar a un mundo donde tales unidades metálicas constituyeran el fundamento del cálculo y el intercambio. El patrón oro, lejos de constituir una bárbara reliquia u otro mero arbitrismo estatal, puede dar a las gentes una moneda puramente de mercado, inmune a las tendencias inflacionistas y redistributivas inherentes a toda intervención gubernamental. Esa moneda, independiente de la administración pública, nos traería un mundo en el que precios y costos registrarían un continuo descenso gracias al permanente aumento de la producción.

Otro de los grandes logros de Mises en su monumental Teoría del dinero y el crédito fue el evidenciar la función de la banca en relación con la creación de dinero. Demostró, en efecto, que un régimen de banca libre, es decir, una banca independiente de toda intervención directriz estatal, lejos de dar lugar a una desatada inflación monetaria, constreñiría a los bancos a adoptar una política crediticia "dura", sana, acuciados siempre por el temor de la retirada de fondos de los depositantes. La mayoría de los economistas han defendido la existencia de una entidad bancaria central o estatal (del tipo del Federal Reserve System norteamericano), estimando que tal institución restringiría las tendencias inflacionistas de los bancos privados. Mises, en cambio, hizo ver que la actuación de la banca central ha sido de signo diametralmente opuesto, pues, protegiendo a las entidades privadas de las duras leyes del mercado, las ha impulsado a una expansión inflacionaria de sus préstamos y actividades. Los bancos centrales no son sino un mecanismo inflacionista, como bien sabían desde un principio sus patrocinadores, al liberar a la banca de las cortapisas que el mercado invariablemente le impone.

Contribución no menos interesante de la Teoría del dinero y el crédito fue la de acabar con ciertos errores que empañaban la limpieza de la doctrina austríaca de la utilidad marginal, vestigios de razonamientos de carácter no individualista que aún pervivían en el seno de la escuela. Los vieneses, olvidando la norma suprema de su metodología, el centrar invariablemente el estudio en la efectiva actuación del individuo, habían dado cierta acogida a la versión de Jevons y Walras, en su pretensión de ponderar cuantitativamente la utilidad marginal, aplicando fórmulas matemáticas. Todos los manuales de economía, aun hoy, explican la teoría marginal partiendo de "útiles", es decir, supuestas unidades que podrían ser objeto de sumas, restas, multiplicaciones y demás operaciones matemáticas. Tiene toda la razón el estudiante cuando nada comprende al oír que "cierto sujeto valora en cuatro útiles la libra de mantequilla". Mises, apoyándose en el pensamiento de su compañero en el seminario vienés, el checoslovaco Franz Cuhel, refutó toda la mensurabilidad de la utilidad marginal, demostrando que en este terreno cabían sólo los números ordinales, órdenes de preferencia del individuo, quien puede preferir A a B y B a C, pero nunca recurrir a míticas unidades cuantitativas de utilidad.

Si ni siquiera el propio sujeto puede medir su propia utilidad, menos sentido aun tiene el pretender comparar entre sí las respectivas utilidades de personas diversas. Y, sin embargo, una y otra vez, en lo que va del siglo, estadísticos y políticos igualitarios han pretendido hacerlo. Si cabe decir que la utilidad marginal del dólar va descendiendo a medida, que el individuo incrementa su riqueza dineraria, ¿por qué no ha de poder el gobernante aumentar la "utilidad social" quitándole un dólar al rico y entregándoselo al pobre que grandemente lo ha de valorar? La misiana demostración de que la utilidad personal no puede ser medida destruye la supuesta justificación marginalista de toda política igualitaria. Pese a todo, los economistas, aun reconociendo teóricamente la imposibilidad de comparar entre sí la utilidad de personas distintas, no cejan en su afán por contrastar "beneficios" y "costos" sociales como si se tratara de sumas aritméticas.

III. Mises y el ciclo económico.

La Teoría del dinero y el crédito, aun cuando fuera sólo en forma rudimentaria, contenía también otro gran descubrimiento misiano; a saber, la explicación de ese tan misterioso e inquietante fenómeno que es el ciclo económico. Se había observado, desde el principio del industrialismo y el comienzo de la moderna economía de mercado, a finales del siglo XVIII, la aparentemente inacabable repetición de una alternativa serie de auges y crisis, de expansiones, a veces acompañadas de galopantes inflaciones, seguidas de severos pánicos y depresiones. Los economistas habían formulado explicaciones diversas, pero todas adolecían del mismo defecto: ninguna quedaba debidamente integrada en una visión general del sistema económico, del sistema microeconómico de los precios y la producción. Y la tarea resultaba particularmente ardua, siendo así que el estudio teórico parecía indicar que el mercado tiende, per se, hacia el equilibrio, hacia el empleo total, la minimización de errores en la previsión del futuro, etcétera. ¿Por qué, pues, esa reiteración de auges y crisis?

Ludwig von Mises pensó que si la economía de mercado no podía, por sí misma, originar una serie ininterrumpida de alzas y depresiones, la causa de tal fenómeno tenía que ser ajena al sistema, había de provenir de algún impulso externo. Mises estructuró su impresionante teoría del ciclo económico partiendo de tres ideas anteriormente inconexas. Se sirvió, por un lado, de la ricardiana demostración de cómo el gobierno y el sistema bancario tienden a ampliar las disponibilidades dinerarias y crediticias, provocando un alza generalizada de los precios (el auge) y una subsecuente evasión de oro, que, a su vez, da lugar a una contracción monetaria y a una caída de precios (la depresión). Mises comprendió que tal presentación constituía un modelo excelente del que partir, pese a que no explicaba cómo el nuevo dinero podía afectar profundamente al sistema productivo y por qué la subsiguiente depresión era siempre inevitable. Un segundo pensamiento al que Mises recurrió fue el concepto de Böhm-Bawerk del capital y de la estructura del sistema productivo. Por último, apoyóse en las vienesas tesis del sueco Knut Wicksell, quien resaltó la trascendencia que para el sistema económico encerraba una disparidad entre el tipo de interés "natural" (el no afectado por la expansión crediticia bancaria) y el interés efectivamente prevalente al producirse tal expansión.

Partiendo de estos tres trascendentes pero inconexos pensamientos, Mises estructuró su gran teoría del ciclo económico. Surge, de pronto, en la armoniosa y suavemente funcionante economía de mercado, el dinero crediticio bancario, creado a instancia de la presión estatal, a través del banco central. Los bancos, al aumentar la oferta dineraria (mediante billetes o créditos), y prestar ese nuevo dinero al mundo de los negocios, disminuyen el interés por debajo de su tasa "normal", o sea, la que coincide con la preferencia temporal de las gentes, en definitiva, de aquel interés que refleja los deseos del mercado tanto por lo que al consumo como a la inversión se refiere. Al rebajarse la tasa del interés, los empresarios toman los supletorios medios de pago y amplían las estructuras productivas, particularmente en los procesos más "remotos", más dilatados, como maquinaria, materias primas industriales, etcétera. Tales medios de pago provocan el alza de salarios y de costos, transfiriéndose los recursos disponibles a inversiones más "remotas" o "elevadas". Los receptores del nuevo dinero, asalariados y productores de bienes diversos, al no haber variado su propia preferencia temporal, los gastan en la misma proporción anterior. Ello supone que las gentes no están ahorrando lo suficiente como para adquirir los productos de aquellas inversiones de orden superior, lo que posteriormente ha de provocar la quiebra de los correspondientes negocios e instalaciones. La recesión o depresión se nos aparece, entonces, como el inevitable reajuste del sistema productivo, reajuste mediante el cual logra el mercado liquidar las "excesivas" inversiones del período inflacionario y retornar a la proporción inversión-consumo deseada por los consumidores. Mises fue, pues, el primero que integró el proceso del ciclo económico en el análisis general "microeconómico". La inflacionaria expansión dineraria desatada por la organización bancaria estatalmente controlada da lugar a excesivas inversiones en las industrias de bienes de capital e inversión insuficiente en la producción de bienes de consumo y la recesión o depresión constituye el proceso insoslayable merced al cual el mercado acaba con las distorsiones provocadas por la inflación y retorna a la mecánica típica del mercado libre, es decir, al sistema productivo exclusivamente orientado al servicio de los consumidores. La economía se recupera tan pronto como el citado proceso de reajuste queda completado.

Las conclusiones que de la misiana teoría derivan son diametralmente opuestas a las hoy prevalentes, sean keynesianas o poskeynesianas. Mises, en efecto, recomienda que si el gobierno y la banca por él controlada están inflacionariamente ampliando el crédito, lo que deben de hacer es detener inmediatamente tal actividad; no interferir, después, el proceso de reajuste económico y, consecuentemente, no provocar alza de salarios y precios, no ampliar el consumo, ni autorizar infundadas inversiones, al objeto de que el necesario período liquidatorio de anteriores errores sea lo más corto posible. Idéntica medicación debe aplicarse si la economía no está ya en auge, sino en recesión.

IV. Mises, entre las dos guerras.

La Teoría del dinero y el crédito sitúa a Ludwig von Mises entre los más conspicuos economistas europeos. Al año siguiente de publicar esta obra, 1913, era designado profesor de economía de la Universidad de Viena, y el seminario que allí fundara fue faro de atracción para todo joven y despierto economista a lo largo de los años veinte y primera parte de los treinta. En 1928 Mises publicó, completa ya, su teoría del ciclo económico, bajo el título de Geldwertstabilisierung und Konjunkturpolitik ( Estabilización del valor del dinero y política del ciclo económico), obra que todavía no ha sido traducida al inglés. Y en 1926 creó el prestigioso Instituto Austríaco de Investigación del Ciclo Económico.

La profesión económica, sin embargo, pese a la fama del seminario y de las publicaciones misianas, nunca acabó de reconocer y aceptar los grandes descubrimientos de Mises y el contenido de la Teoría del dinero y el crédito. Refleja bien tal actitud el que en la universidad vienesa Mises fuera siempre un privatdozent, es decir, que, si bien el puesto universitario le daba prestigio, por su docencia no recibía honorarios. Se tenía que ganar la vida como asesor económico de la Cámara de Comercio Austríaca, cargo que desempeñó desde 1909 hasta su salida de Austria en 1934. Esa falta de reconocimiento de Mises se debió no sólo a la ausencia de traducciones de sus obras, sino, más aun, a la actitud que los economistas en general comenzaron a adoptar después de la primera guerra mundial. En el insular mundo académico angloamericano ninguna obra tiene influencia si previamente no ha sido traducida al inglés y, por desgracia, la Teoría del dinero y el crédito no apareció en este idioma hasta 1934, cuando, como veremos, ya era demasiado tarde para que su impacto pudiera ser efectivo. La economía neoclásica nunca tuvo tradición en Alemania; pero en la propia Austria la escuela entró en decadencia coincidiendo con la muerte de Böhm-Bawerk en 1914 y la del ya inactivo Menger recién terminada la guerra. La ortodoxia böhmbawerkiana opuso tenaz resistencia a los avances misianos y a la incorporación de la teoría del dinero y del ciclo económico a la tradicional doctrina vienesa. No tuvo Mises, pues, más remedio que crear con sus discípulos y seguidores una nueva escuela "neo-austríaca".

El lingüístico no fue el único obstáculo con el que la doctrina misiana hubo de enfrentarse en Inglaterra y los Estados Unidos. La autoritaria y al tiempo anquilosadora influencia del neorricardiano Alfred Marshall había vedado el acceso a la Gran Bretaña de las teorías vienesas. Por su parte, en los Estados Unidos, donde la Escuela Austríaca contaba con más seguidores, se produjo, después de la primera guerra, un notable descenso de la investigación teórica en materia económica. Tanto Herbert J. Davenport, de Cornell, como Frank A. Fetter, de Princeton, los dos grandes "austríacos" de los Estados Unidos, habían dejado de aportar nada nuevo a la teoría económica desde la conflagración.

De este vacío teórico surgen, en los años veinte, dos poco profundos y, desde luego, nada austríacos economistas, Irving Fisher, de Yale, con una mecanicista teoría cuantitativa y una decidida tendencia a permitir la intervención administrativa en el mercado monetario, con miras a elevar y estabilizar el nivel de precios, y Frank Knight, de Chicago, inmerso en la incansable búsqueda de ese fantasmagórico mundo de la competencia perfecta y manifiestamente opuesto a dar entrada al factor tiempo en el análisis del capital, así como a la preferencia temporal en la determinación del interés. Ambos contribuyeron a la formación de la "Escuela de Chicago".

Tanto la realidad económica como la teoría científica iban, por otra parte, haciéndose cada vez más inhóspitas para la proliferación de la filosofía misiana. Mises escribió su monumental Teoría del dinero y el crédito cuando un mundo en el que todavía prevalecían sustancialmente el laissez faire y el patrón oro veía ya aparecer su crepúsculo vespertino. La guerra iba, en seguida, a introducir esa sistemática económica, con la que ya estamos tan familiarizados, de estatismo por doquier, planificación gubernamental, intervencionismo, dinero arbitrariamente creado, inflación y superinflación, crisis monetarias, tarifas proteccionistas y control de cambios.

Ludwig von Mises, ante la negra noche que se aproximaba, lejos de amilanarse, dedicó su vida entera a combatir la oscuridad con enorme coraje personal y extraordinaria dignidad. Jamás se doblegó ante el huracán de mutaciones que él bien sabía resultarían infortunadas y desastrosas; ni cambios políticos ni variaciones académicas cohibiéronle en su búsqueda y propagación de la verdad tal como él la veía. El economista francés Jacques Rueff, destacado partidario del patrón oro, nos habló, en elogio de Mises, de su "intransigencia", diciendo:

"Con un infatigable entusiasmo y con valor y fe inquebrantables, nunca cesó de denunciar los falaces razonamientos y los errores aducidos para justificar la mayor parte de nuestras actuales instituciones. Demostró, en el sentido más estricto del término, que tales sistemas, lejos de procurar —como pretendían sus patrocinadores — el bienestar de las gentes, forzosamente habían de causar malestar y sufrimiento y, finalmente, conflictos, guerras y esclavitud.

Ningún argumento puede apartarle del recto camino por el que su sereno razonamiento le guía. Es un ser puramente racional, en esta nuestra época irracional. Muchos de quienes le han escuchado se han quedado frecuentemente sorprendidos de encontrarse, casi sin darse cuenta, en regiones adonde su propia humana timidez les había vedado llegar".

V. Socialismo y cálculo económico.

Los economistas austríacos habían defendido siempre implícitamente el mercado, si bien, viviendo en el tranquilo y relativamente libre mundo del siglo XIX, jamás llegaron a exponer explícitamente las ventajas de la libertad y las consecuencias del intervencionismo. Ludwig von Mises, por el contrario, sumido ya en un ambiente de creciente socialismo y estatismo, sin abandonar nunca la investigación del ciclo económico, dedicó también su poderosa atención a analizar el aspecto económico de la intervención y la planificación estatal. Publicó (1920), en tal sentido, su célebre artículo "El cálculo económico en la sociedad socialista", verdadera bomba, que, por primera vez, evidenciaba que el sistema socialista era inviable por completo en una economía industrial. Demostraba, en efecto, que un régimen socialista, carente de precios libres, no podía calcular racionalmente los costos, siéndole, por tanto, imposible distribuir del modo más eficaz los factores de producción disponibles, destinándolos a los cometidos de mayor interés. Este ensayo misiano, si bien, una vez más, por desgracia, no fue traducido al inglés hasta 1930, tuvo tremendo impacto entre los socialistas europeos, quienes se pasaron décadas enteras pretendiendo refutar a Misés, elaborando modelo tras modelo que permitiera hacer practicable la planificación socialista. Tales avanzadas teorías incorporólas Mises a su gran tratado acerca de la economía marxista, titulado Socialismo (1922). Cuando la devastadora crítica misiana del régimen socialista fue, al fin, traducida al inglés, díjosele a la intelectualidad norteamericana que cierto socialista polaco, Oscar Lange, había "refutado' a Mises y el universitario socialista descansó, sin preocuparse siquiera, por lo menos, de leer el texto misiano. Los cada vez mayores y reconocidos fracasos de la planificación en Rusia y la Europa oriental, a medida que se han ido industrializando, tras la segunda guerra mundial, demuestran, de modo dramático, la certeza de las previsiones de Mises, lo cual, sin embargo, no obsta a que su doctrina siga siendo convenientemente silenciada.

Si el socialismo es inviable, han de ser igualmente ineficaces las medidas dirigidas con las que las autoridades perturban la mecánica del mercado, actuaciones que Mises bautizó con el vocablo "intervencionismo". A lo largo de los años veinte, Mises, en diversos artículos, criticó y demostró la ineficacia del estatismo económico, artículos posteriormente reunidos en un libro, aún intraducido al inglés, Kritik des Interventionismus (1929). No queda, descartados tanto el socialismo como el intervencionismo, otro sistema aplicable que el laissez faire liberal, o sea, la economía de mercado. En su notable Liberalismus (1927), recientemente traducido al inglés bajo el título The Free and Prosperous Commonwealth, explicó ampliamente los méritos del liberalismo clásico, evidenciando la estrecha interconexión que existe entre la paz internacional, los derechos humanos y el mercado libre.

VI. Mises y la metodología de la economía.

Ludwig von Mises erigióse, a lo largo de los años veinte, en el más conspicuo defensor del laissez faire y de la economía de mercado y en el más decidido oponente del socialismo y el intervencionismo. Para su fértil y creadora mente todo esto aún era poco. Entendía que la teoría económica, incluso la versión vienesa, no estaba debidamente sistematizada, ni hallábanse correctamente establecidas sus bases metodológicas. Veía además el peligro que encerraban nuevas y falaces metodologías, en particular el institucionalismo, que venía, en definitiva, a negar la existencia misma de la propia ciencia económica, y el positivismo, que pretende estructurar la teoría económica sobre los mismos presupuestos que las disciplinas físicas. Los clásicos y los primitivos austríacos habían descubierto la economía siguiendo una acertada metodología. Pero su tratamiento de los problemas metodológicos fue meramente casual, por lo que nunca llegaron a montar una específica y propia metodología que pudiera resistir el nuevo asalto del positivismo y del institucionalismo.

Mises se propuso dar a la ciencia económica una base filosófica y metodológica, lo que equivalía a la fijación, sistematización y coronación de la Escuela Austríaca. Su pensamiento cristalizó, de entrada, en su Grundprobleme der Nationalökonomie (1933), traducido al inglés, mucho más tarde, en 1960, bajo el título de Epistemological Problems of Economics. Después de la segunda guerra mundial, cuando ya el institucionalismo desaparecía, pero, en cambio, el positivismo se imponía con fuerza, por desgracia, cada vez mayor, a los profesionales de la economía, Mises desarrolló aun más su metodología, refutando el positivismo, con Theory and History (1957) y The Ultimate Foundation of Economic Science (1962). Atacó fundamentalmente la pretensión positivista de tratar, de conformidad con la técnica de las ciencias físicas, a los humanos como si fueran piedras o átomos. La función del economista, para los positivistas, consiste en observar regularidades cuantitativas y estadísticas de la conducta humana, deduciendo leyes que permitan predecir el futuro y, a su vez, ser contrastadas por ulteriores estadísticas. Tal sistemática positivista sólo, desde luego, resultaría aplicable en una economía gobernada por "ingenieros sociales", que dispondrían de los hombres como si fueran inanimados objetos físicos. Dice Mises, en el prefacio de su Epistemological Problems, que esta interpretación "científica" supondría "estudiar la conducta de los seres humanos de acuerdo con la sistemática que la física newtoniana aplica al examinar masas y movimientos. Partiendo de tal 'positiva' base se pretende tratar a la humanidad a través de una supuesta 'ingeniería social', nueva técnica que permitiría al azar económico de la planificada sociedad futura manejar a los vivientes como el tecnólogo utiliza los materiales inanimados".

Contra tal metodología, Mises estructuró la suya propia, que denominó "praxeología", es decir, la teoría general de la actividad humana, partiendo de dos fuentes: por un lado, el análisis deductivo, lógico e individualista de los economistas clásicos y vieneses, y, por otro, la filosofía de la historia de la escuela "del suroeste alemán" de principios de siglo, amparándose fundamentalmente en el pensamiento de Rickert, Dilthey, Windelband y su personal amigo Max Weber. La praxeología misiana parte fundamentalmente del individuo que actúa, del hombre que tiene deseos, que pretende alcanzar específicos objetivos o metas, que piensa acerca de cómo alcanzar tales fines; nunca, en cambio, se interesa por un imaginario sujeto que, como la piedra o el átomo, se moviera a tenor de cuantitativas y predeterminadas leyes físicas. Tanto la contemplación de nuestros semejantes como la propia introspección nos prueban la existencia de la actividad humana. No cabe pensar en la existencia de leyes históricas cuantitativas que regularían la actuación de los hombres, siendo así que éstos actúan de acuerdo con los dictados de su libre voluntad individual.

Yerra, pues, el economista cuando pretende hallar, a través de la estadística, preestablecidas leyes y funciones del actuar humano. Cada acontecimiento, cada acto, en la historia del hombre, constituye ejemplar diferente y único, siendo resultado provocado por personas que libremente actúan y mutuamente se influencian; de ahí que no quepa establecer prevenciones estadísticas ni tests de la teoría económica.

Pero si la praxeología nos dice que no puede encerrarse la actividad del hombre en leyes cuantitativas, ¿cómo puede ser científico el estudio económico? Mises responde indicando que la ciencia económica, como ciencia del actuar humano, jamás coincide ni puede coincidir con el positivista modelo de la física. La teoría económica, según clásicos y vieneses demostraron, parte en sus estudios de unos muy pocos axiomas generales acerca de la esencia y naturaleza de la acción humana, axiomas que el estudioso descubre por introspección. Las verdades y conclusiones de la economía no son sino derivaciones lógicas deducidas de tales axiomas. Tenemos así, por ejemplo, el fundamental axioma de la existencia de la propia actividad humana, o sea, que los hombres tienen objetivos que desean alcanzar, que actúan para conseguirlos, que el actuar es siempre temporal, que prefieren unas cosas a otras, etc.

Si bien los estudios metodológicos de Mises no se tradujeron hasta después de terminar la segunda guerra mundial, su ideario, de forma diluida e incompleta, fue antes trasladado a los estudiosos de habla inglesa, por el joven economista británico Lionel Robbins, a la sazón discípulo misiano. El trabajo de Robbins Essay on the Nature and Significance of Economic Science (1932) ( Ensayo sobre la naturaleza y la significación de la ciencia económica), en el que el autor reconoce su "gran deuda" intelectual con Mises, se consideró durante muchos años en la Gran Bretaña y los Estados Unidos, la obra básica de metodología económica. La insistencia de Robbins en que la esencia de lo económico estriba en la distribución de factores siempre escasos entre producciones alternativas era ya, desde luego, praxeología, si bien una praxeología harto simplificada y de escasos vuelos. Carecía de la profunda visión misiana en torno al método deductivo y a la diferencia entre teoría económica e historia humana. No es, pues, de extrañar que, desconocidos los trabajos de Mises, la obra de Robbins sirviera de bien poco frente a la marea positivista que todo lo iba invadiendo.

VII. Human Action.

Algo era ya dejar correctamente formuladas las bases metodológicas de la ciencia económica; pero mucha mayor trascendencia tenía lanzarse, como hizo Mises, a edificar toda la teoría económica partiendo de tales bases, utilizando exclusivamente tal sistemática. Doble tarea que normalmente parecería excesiva carga para una sola mente; descubrir, primero, la metodología correcta, para, después, estructurar, por tal vía, la ciencia económica toda. Es increíble que Mises pudiera dar cima a tan impresionante trabajo, después de una larga ejecutoria de labor investigadora. Y, sin embargo, Mises logró brillantemente superar la ardua prueba, pese al aislamiento y la soledad en que se hallaba, abandonado prácticamente por todos sus amigos y antiguos seguidores, exiliado en Ginebra, lejos de su Viena querida, ocupada por los nazis, rodeado de un mundo y en un ambiente profesional que repudiaba por entero los ideales, los métodos y los principios que él propugnaba. En tales circunstancias, Mises, sin embargo, publica (1940) su obra cumbre, su monumental Nationalökonomie, trabajo por el que nadie se interesó en una Europa víctima ya de espantosa conflagración. Por fortuna, Nationalökonomiefue ampliada e íntegramente reescrita, en inglés esta vez, bajo el título de Human Action, unos años después (1949). El que Mises lograra dar cima a Human Actiones, de por sí, indudable proeza. Pero que lo consiguiera en circunstancias tan adversas da una mayor categoría y ejemplaridad a su obra.

Human Action es precisamente lo que se necesitaba. He aquí la ciencia económica toda, elaborada partiendo de sólidos axiomas praxeológicos, centrada en el análisis del hombre que actúa, en el estudio del individuo que persigue objetivos dentro de este nuestro mundo real. Estamos ante una ciencia elaborada como disciplina deductiva, que va sucesivamente exponiendo todas las implicaciones lógicas que de la propia existencia del actuar humano derivan. Quien suscribe, que tuvo el honor de disfrutar de las primicias del libro, vio su vida e ideas radicalmente variadas tras la lectura del mismo. Se trataba, en verdad, de un sistema de pensamiento económico en el que algunos habíamos soñado, convencidos, sin embargo, de que nadie nunca lo conseguiría producir, un tratado de economía completo e íntegramente racional, el libro que nadie había podido aún escribir. La economía de la acción humana.

La importancia del trabajo de Mises se magnifica al tener en cuenta que Human Action era el primer trabajo general de economía no sólo en la tradición vienesa, sino en toda otra tradición que se publicaba desde antes de la primera guerra mundial. La economía, después del conflicto bélico, se había ido fragmentando en parciales, separados e incoherentes estudios y análisis. Los que siguieron a los maestros de anteguerra —Fetter, Clark, Taussig y Böhm-Bawerk— ya jamás presentaban su disciplina como un todo lógico, integrado y deductivo. Sólo los escritores de elementales libros de texto intentaban ofrecer un cuadro general del mundo económico, pero aquéllos no servían sino para patentizar, con sus íntimas inconsecuencias, el triste estado a que habían llegado los estudios económicos. Human Action nos mostraba, en cambio, cómo cabía zafarse de aquel lodazal ininteligible.

Poco más procede decir de Human Action, si no es destacar algunas de las muchas contribuciones magistrales que este gran corpus contiene. Aunque Böhm-Bawerk descubrió, insistiendo una y otra vez en el concepto, que el fenómeno del interés se basa en la preferencia temporal, sus exposiciones no llegaban a fundarse exclusivamente en tal pensamiento, quedando confusa la propia idea de la preferencia temporal. Frank A. Fetter logró mejorar y refinar la teoría, la explicación del interés basado en la preferencia temporal pura, en sus notables pero olvidados escritos de las dos primeras décadas del siglo XX. Fetter afirmaba que los precios de los bienes de consumo quedan determinados por las valoraciones y las demandas de sus adquirentes; cada factor interviniente cobraba la suma correspondiente a su propia utilidad marginal, quedando todas estas percepciones descontadas con arreglo a la tasa de la preferencia temporal del caso, lo que permite al prestamista o capitalista cobrar su correspondiente renta. Mises sacó a la luz este olvidado ideario de Fetter, demostrando, a mayor abundamiento, que la preferencia temporal constituía una necesaria categoría praxeológica del actuar humano para integrar finalmente, en un solo pensamiento, la teoría del interés de Fetter, la teoría del capital de Böhm-Bawerk y su propia teoría del ciclo económico.

Mises nos procuró además una crítica metodológica muy necesitada de los hoy tan en boga sistemas estadísticos y matemáticos, derivados del ideario de Leon Walras, el neoclásico suizo, sistemas que hoy en día, prácticamente, han excluido del análisis económico el lenguaje y la lógica discursiva. Mises hizo notar que las ecuaciones matemáticas servían tan sólo, en materia económica, para describir aquel mundo intemporal, estático y fantasmático de la economía en "equilibrio general", con lo que daba pleno apoyo a la postura antimatemática de los economistas clásicos y de los austríacos (muchos de los cuales, sin embargo, fueron destacados matemáticos). Porque las matemáticas, en economía, no sólo resultan inútiles, sino además engañosas, tan pronto como se aparta uno de aquel Nirvana del uniforme giro y se pretende analizar el actuar en el mundo real, en el mundo donde opera el factor tiempo, donde hay esperanzas, anhelos y errores. Destacó Mises que el recurrir a las matemáticas en economía no era sino consecuencia del error positivista de suponer que se puede operar con los hombres como si fueran minerales, siendo posible prever el comportamiento humano análogamente a como la física traza de antemano la trayectoria de un proyectil. Y hay más; siendo así que el sujeto humano sólo puede apreciar y considerar cantidades de cierta importancia, el cálculo diferencial, manejando exclusivamente variaciones cuantitativas infinitamente pequeñas, forzosamente ha de resultar inidóneo cuando se trata de la ciencia de la acción humana.

El recurrir, en economía, a funciones presupone entender que los acontecimientos del mercado son "mutuamente interdependientes", pues cuando en matemáticas decimos que x es función de y, ello implica que y es, en el mismo sentido, función de x. Este tipo de metodología basada en la mutua determinación puede resultar correcta en el mundo de la física, donde no hay agente causal únicoque opere. Pero en el terreno de la acción humana, por el contrario, sí hay un agente causal, factor único que determina lo que acontece; a saber, la actuación del hombre, que persigue un objetivo específico. La Escuela Austríaca, en este sentido, nos enseña, por ejemplo, que el impulso parte del precio de los bienes de consumo y se transfiere al precio de los factores de producción, pero jamás al revés.

El método econométrico, hoy en día tan de moda, por su parte, resulta doblemente erróneo, al pretender integrar hechos estadísticos y matemáticos. El recurrir a la estadística, para a través de ella deducir predeterminadas leyes, implica, en este caso, suponer que en el ámbito de la acción humana, como en el terreno de la física, cabe descubrir confirmadas constantes, invariables leyes cuantitativas. Y la realidad es que nadie ha descubierto jamás, como Mises señalara, ni una sola constante cuantitativa en el actuar humano, ni seguramente nunca se descubrirá, dada la libertad de elección de cada individuo. Tal falacia econométrica dio pábulo a la actual manía por predecir "científicamente" el futuro económico, habiendo Mises logrado patentizar el básico error que encierra tan antigua como vana empresa. Confirmación de esta advertencia misiana, una más entre sus muchas trascendentales visiones, es el fracaso de la predicción econométrica en los últimos años, pese al empleo de velocísimos computadores y "modelos" de lo más sofisticados.

Sólo un aspecto de la teoría económica de Mises y parte de su metodología pudo, por desgracia, acceder, como decíamos, al mundo angloparlante, en el período interbélico. Había, en efecto, predicho Mises, basado en su teoría del ciclo económico, una crisis económica, cuando la mayoría de los economistas de la Nueva Era de los años veinte, incluido el propio Irving Fisher, predecían un futuro de inacabable prosperidad, gracias a la actividad intervencionista de las estatales bancas centrales. De ahí que, cuando la Gran Depresión se desencadenó, comenzara a prestarse atención, sobre todo en la Gran Bretaña, a la misiana teoría del ciclo económico. Interés éste que aún aumentó con motivo de la emigración a la London School of Economics del principal discípulo de Mises, Friedrich A. von Hayek, cuya propia interpretación de la misiana teoría del ciclo económico fue pronto traducida al inglés al comenzar la década de los treinta. El seminario de Hayek en la escuela londinense dio a conocer numerosos estudiosos partidarios de la teoría austríaca del ciclo económico, entre los que cabe destacar a John R. Hicks, Abba P. Lerner, Ludwig M. Lachmann y Nicholas Kaldor. Otros discípulos, ingleses, de Mises, cual Lionel Robbins y Frederic Benham, publicaron misianas explicaciones de la Gran Depresión. Los trabajos de algunos seguidores austríacos de Mises, como Fritz Machlup y Gottfried von Haberler, comenzaron a ser traducidos y el propio Robbins, por fin, supervisó la traducción de la Teoría del dinero y el crédito (1934). Mises, por su parte, publicó (1931) su estudio sobre la depresión, Die Ursachen der Wirtschaftskrise. Estimóse como muy probable, durante la primera mitad de los años treinta, que iba a triunfar definitivamente la misiana teoría del ciclo económico y, en tal momento, no se demoraría la difusión de los demás escritos del maestro.

América tardaba más en asimilar la teoría austríaca, pero, dada la enorme influencia de los economistas ingleses en los Estados Unidos, no era dudoso que también pronto el ideario misiano invadiría este país. Gottfried von Haberler produjo en Estados Unidos el primer resumen de la teoría del ciclo de Mises-Hayek. Pronto el prometedor economista Alvin Hansen se adheriría también a la doctrina austríaca. Con independencia de la teoría cíclica, el pensamiento vienés sobre capital e interés fue reexpuesto en diversas revistas americanas a través de una noble serie de artículos de Hayek, Machlup y el joven economista Kenneth Boulding.

Parecía ya que la doctrina austríaca iba a ser la ola del futuro. Mises, por fin, estaba a punto de lograr aquel público reconocimiento, que tanto tiempo había merecido, sin jamás alcanzarlo. Pero, cuando más cercano parecía el triunfo, la tragedia se produjo, con la famosa revolución keynesiana. John Maynard Keynes, amparado en su simplista y, a la vez, embrollada nueva justificación y racionalización de la inflación y el déficit presupuestario, avasalló el pensamiento económico con la velocidad del incendio en la pradera. La ciencia económica, hasta Keynes, había constituido impopular pero poderoso valladar frente a la inflación Y el gasto público deficitario. Los economistas, sin embargo, a partir de ahora, del brazo de Keynes, armados con su nebulosa, oscura y semimatemática jerga, podían lanzarse a populachera y provechosa coalición con políticos y gobernantes ansiosos de aumentar su propia influencia y poder. La teoría keynesiana aparecía como cortada a la medida para ser la base intelectual del moderno estado bélicoprovidencialista, del intervencionismo y del estatismo, en escala mayor que nunca.

Los partidarios de Keynes, como tantas veces ha sucedido en la historia de la ciencia social, ni siquiera se preocuparon de refutar las doctrinas misianas; éstas quedaron, simplemente, relegadas al olvido, barridas por el advenimiento de la con acierto denominada "revolución" keynesiana. La teoría cíclica de Mises y toda la economía austríaca se perdieron, tanto para economistas como para profanos, absorbidas por el siniestro "hoyo de la memoria" orwelliano. Lo más trágico de este masivo olvido fue la soledad, el abandono, en que dejaron a Mises sus más capaces seguidores. Precipitáronse, ciertamente, en brazos de Keynes, no sólo los discípulos ingleses de Hayek, así como Hansen, quien pronto sería el primer keynesiano de Norteamérica, sino también los austríacos, mejores conocedores de la verdad, que apresuradamente habían huido de su patria, para ocupar distinguidos puestos académicos en los Estados Unidos, donde constituyeron lo que pudiéramos denominar el ala moderada del keynesianismo. Únicamente Hayek, y el menos conocido Lachmann, mantuviéronse fieles y sin mancilla cuando, tras los brillantes augurios de las dos décadas precedentes, llegó la derrota. Ludwig von Mises, entonces solo, derrumbadas antiguas y un día bien justificadas esperanzas, púsose a escribir su gran obra Human Action.

VIII. Mises en Norteamérica.

Perseguido en su patria austríaca, Ludwig von Mises fue uno más de los muchos distinguidos exiliados europeos que arribaron a las costas americanas. Estuvon primero en Ginebra, donde enseñó, de 1934 a 1940, en el Graduate Institute of International Studies. Contrajo allí matrimonio con la encantadora Margit Sereny- Herzfeld, en 1938. Dos años después se trasladó a los Estados Unidos. En Norteamérica fue preterido y arrinconado, a diferencia de lo que sucedió con innumerables exiliados europeos, socialistas y comunistas, cordialmente acogidos por el mundo académico estadounidense, que igualmente ofreció distinguidos puestos universitarios a aquellos que otrora fueran discípulos y seguidores de Mises. Su individualismo incansable e intransigente, tanto en el estudio económico como en la filosofía política, vedóle el acceso a la esfera docente, a ese mundo que se precia de "perseguir infatigablemente la verdad". Pese a todo, Mises, viviendo en Nueva York, gracias a donaciones de fundaciones diversas, escribió (1944) dos obras notables en inglés, Omnipotent Government y Bureaucracy. Evidenció en aquélla que el nazismo, lejos de constituir "el último estadio del capitalismo", como afirmaba el marxismo en boga, no era más que otra forma de socialismo totalitario, mientras en Bureaucracy nos informa de la radical diferencia entre la actividad lucrativa y la actividad burocrática, evidenciando que las graves imperfecciones de la burocracia reaparecerían inexorablemente en todo intervencionismo.

Constituye imperdonable y vergonzosa mancha para la academia norteamericana el que von Mises jamás consiguiera retribuida cátedra universitaria en Estados Unidos. Fue un simple visiting professor, a partir de 1945, en la Graduate School of Business Administration de la Universidad de Nueva York. Pero, en estas extrañas circunstancias, tratado frecuentemente por las autoridades universitarias como ciudadano de segunda, apartado de los centros docentes de prestigio e inmerso casi por entero en una masa de incomprensivos estudiantes de contabilidad y administración comercial, Ludwig von Mises reanudó su otrora famoso seminario semanal. No podía Mises, por desgracia, en estas condiciones, aspirar a que de su cátedra surgiera una falange de jóvenes e influyentes economistas; no cabía, desde luego, reproducir los brillantes triunfos de sus seminarios vieneses.

Mises, no obstante circunstancias tan tristes y aciagas, desempeñó su seminario con enorme dignidad, sin quejarse jamás de nada. Quienes con él convivimos en la universidad neoyorquina, nunca escuchamos de sus labios una palabra agria ni resentida. Mises laboraba incansablemente por avivar la más mínima chispa intelectiva que sus discípulos mostraran, siempre con aquella dulzura, aquella elegancia que lo caracterizaban. Un torrente de maravillosas posibilidades investigadoras brindaba, cada semana, al auditorio. Joyas, de facetas perfectamente talladas, eran sus conferencias, profundas exposiciones de múltiples aspectos de su ideario. A quienes boquiabiertos y silenciosos le escuchábamos, Mises, chispeándole la mirada con su característico jocoso destello, solía decir: "No les amedrente hablar, señores; tengan presente que, por erróneo e infundado que sea lo que sobre el tema digan, lo mismo ya anteriormente habrá dicho algún eminente economista".

Un puñado de universitarios, pese al cul de sac en que Mises se hallaba, surgieron de aquel seminario, propagando la tradición austriaca, seminario que, por otra parte, era como un faro de luz que, semana tras semana, atraía a múltiples oyentes de la gran área neoyorquina, quienes acudían en tropel a escuchar el mensaje misiano. Y otro de los simpáticos aspectos de aquellas reuniones era el posterior cónclave, en cercano restaurante, pálido reflejo, por desgracia, de las tan nombradas Mises-kries de los viejos cafés vieneses. En tales ocasiones, Mises nos brindaba inagotable torrente de fascinantes anécdotas y perspicaces sugerencias y todos entreveíamos, a través de sus palabras y de la propia aura que lo envolvía, aquella Viena noble y encantadora de épocas ya pasadas. Cuantos gozamos del privilegio de asistir al seminario misiano en la Universidad de Nueva York coprendíamos que Ludwig von Mises no sólo era economista excepcional, sino además maestro incomparable.

Mises, pese a la difícil situación que atravesaba, sumido siempre en un mundo inhospitalario, fue el fáro del laissez faire, de la economía austríaca, prosiguiendo su incansable escribir en el nuevo continente. Halló, por fortuna, suficientes seguidores, que tradujeron sus obras anteriores y editaron su continua producción intelectual. Mises constituyó el centro focal del movimiento liberal en los Estados Unidos de la posguerra, siendo guía y permanente inspiración para cuantos lo seguíamos. Los textos misianos hállanse hoy prácticamente todos en circulación, gracias a un conjunto cada vez mayor de discípulos y partidarios, pese al abandono en que el mundo académico pretendió marginarlo. Un número siempre creciente de universitarios y jóvenes catedráticos se van incorporando a la tradición austríaca y al pensamiento misiano, pese al recalcitrante academicismo oficial.

Y esto sucede no sólo en los Estados Unidos. Olvidan, en efecto, las gentes que Ludwig von Mises jugó un papel muy importante, merced a discípulos y compañeros, en aquel impulso que permitió reestructurar una economía más o menos libre en la Europa occidental de la posguerra. Wilhelm Röpke, estudiante misiano de la época vienesa, fue quien aportó el necesario respaldo intelectual que salvó a la Alemania Federal del colectivismo, instaurando en el país una economía sustancialmente capitalista. Luigi Einaudi, otro viejo amigo de Mises en cuestiones de libertad económica, logró igualmente librar a Italia del socialismo totalitario. Y un tercer seguidor misiano, Jacques Rueff, fue el consejero económico que, prácticamente solo, pero sin desmayo, inspiró al general De Gaulle su política de reimplantación del patrón oro.

Mises continuó dirigiendo el seminario de la Universidad de Nueva York, semanalmente, sin interrupción, hasta la primavera de 1969. Retiróse, entonces, vigoroso y despierto aún, a los ochenta y siete años; lo que supone haber sido el catedrático en activo de mayor edad de los Estados Unidos. He aquí una prueba más de su indomable ardor intelectual.

IX. El camino de salvación.

Hay signos, cada vez más esperanzadores, de que pronto va a concluir el ostracismo a que fueron condenadas las ideas y los trabajos de Mises durante toda su vida. Las íntimas contradicciones y las desastradas consecuencias de los errores hoy prevalentes, tanto en el terreno político como en el ámbito de las ciencias sociales, resultan cada vez más evidentes. La incapacidad de los gobiernos comunistas de la Europa oriental para planificar eficazmente su economía ha dado, allí, pábulo a un creciente movimiento en apoyo de la economía libre, mientras, en los Estados Unidos y Occidente, la vacuidad de la charlatanería keynesiana e inflacionista deviene, día a día, más patente. Los gobiernos poskeynesianos de los Estados Unidos se debaten, en vano, por controlar una inflación aparentemente irradicable, que subsiste aun en los momentos de recesión, lo que echa por tierra todos los supuestos de la prevalente teoría económica. El fracaso de las medidas keynesianas y los manifiestos errores teóricos de Keynes están despertando por doquier serias dudas acerca de la viabilidad del sistema. La dilapidación de riqueza que el gasto estatal y el gobierno burocrático provocan, da lugar a que ya muchos se pregunten si estaría en lo cierto Keynes cuando aseguraba que era intrascendente el que la Administración invirtiera los ingresos fiscales en servicios productivos o en faraónicas pirámides. El, inevitable desquiciamiento del orden monetario internacional hace que los actuales gobiernos poskeynesianos vayan dando bandazos de una crisis en otra, constreñidos siempre a optar entre dos "soluciones" igualmente insatisfactorias, a saber, o cambios flotantes para una fiduciaria moneda estatal o cotizaciones arbitrariamente fijas, que imposibilitan el comercio exterior y la inversión extranjera.

Esta crisis del keynesianismo no es sino una manifestación más de la crisis del estatismo e intervencionismo, tanto en la teoría como en la práctica. El actual "liberalismo" estatificador que prevalece en los Estados Unidos es incapaz de dominar las situaciones que él mismo provoca; así, el problema bélico de guerras continuas entre bloques nacionales diversos, la cuestión de la enseñanza pública, con todas las dificultades que encierran la financiación, el contenido, el reclutamiento de personal y la propia estructura de los distintos centros de estudio, debatiéndose siempre entre el Escila y el Caribdis de la inflación crónica, por un lado, y la oposición pública a cargas tributarias ya insoportables, por otro. Hállanse, cada vez más, en tela de juicio tanto la beneficencia como el belicismo del moderno estado bélico-providencialista. Se observa, en el terreno teórico, abierta oposición a la idea de que debemos todos ser dirigidos, como si fuéramos materia prima, por "científicos" tecnócratas en supuesta ingeniería social. Y aumenta aceleradamente la resistencia a que el gobierno pueda y deba imponer obligatoriamente tanto a los pueblos avanzados como a los retrasados un artificioso "desarrollo económico".

Aquel estatismo que Mises, a lo largo de toda su vida, tanto combatió, hállase hoy por doquier, tanto en la teoría como en la práctica, bajo atronante ataque, que alimenta la crítica lógica hermanada con la desilusión. Las gentes no están ya dispuestas a acatar dócilmente las órdenes y los mandatos de autonombrados gobernantes "soberanos". El problema, sin embargo, estriba en que no se puede salir del presente lodazal estatificador, sin descubrir previamente una alternativa viable y coherente. Mises nos brinda tan deseada alternativa, alumbrando el camino de salvación que liberaría a la humanidad de tantos problemas y crisis como hoy nos afligen. Mises, en efecto, durante toda su vida, evidenció el porqué de esta actual desilusión, allanándonos la nueva y conveniente vía. No es de extrañar que cada vez sea mayor el número de quienes, ahora, al cumplir el maestro su nonagésimo segundo aniversario, reconocen y acógense al camino de salvación que él descubriera.

En el prefacio de su Free and Prosperous Commonwealth (1962) escribe Mises: "Cuando, hace treinta y cinco años, quise resumir las ideas y los principios básicos de aquella filosofía social que, un día, denomináramos liberalismo, no abrigaba, desde luego, la vana esperanza de suponer que mi exposición iba a evitar la inminente catástrofe a la que inevitablemente apuntaban las políticas adoptadas por las naciones europeas. Tan sólo pretendía ofrecer a la reducida minoría formada por quienes piensan la posibilidad de conocer parcialmente los objetivos que persiguió y los triunfos que consiguió el liberalismo clásico para, así, contribuir al resurgimiento del espíritu de la libertad, después del insoslayable desastre". Jacques Rueff, en honor de Mises, por su parte, decía: "...Ludwig von Mises ha establecido las bases de una ciencia económica racional... Ha sembrado, con sus enseñanzas, la semilla de una regeneración que fructificará tan pronto como los hombres vuelvan a preferir las teorías ciertas a las teorías placenteras. Todos los economistas, cuando tal día llegue, reconocerán que Ludwig von Mises bien merece su admiración y gratitud". 

Multiplícanse hoy los indicios en el sentido de que la quiebra y el fracaso del estatismo han engendrado ya aquella regeneración a la que Rueff aludía al tiempo que se engruesan las filas de esa minoría pensante en que Mises soñaba. Si, de verdad, nos hallamos hoy en el umbral de un resurgir del espíritu de la libertad, tal resurrección constituirá el mejor monumento que pudiera dedicarse al pensamiento y a la vida de un hombre magnífico y noble.

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