martes, 2 de junio de 2020

La ley de oferta y demanda explicada por Thomas Sowell.


Thomas Sowell es un economista ciertamente notable, su sencillez a la hora de explicar como funciona la economía es lo que lo hace un pensador del más alto nivel. En un mundo donde el elitismo intelectual convierten explicaciones que deberían ser sencillas en formulas complejas y ecuaciones incomprensibles para el hombre de a pie, Sowell con ejemplos prácticos de la vida cotidiana responde mejor que nadie las preguntas que surgen sobre los procesos del mercado. La influencia, en este sentido, de economistas clásicos como Bastiat, o Henry Hazllit, es notable en sus explicaciones. Por mi parte, debo admitir que es mi economista preferido, luego de Von Mises, y el que inicio mi gusto por esta ciencia tan denostada.

Sowell ha escrito muchos libros tanto de economía, tal es el caso de "Economía básica", "Conocimiento y decisiones", "Economía: hechos y falacias", "Marxismo: filosofía y economía", así como de otros temas relacionados a la sociedad, incursionando en la teoría social y demás, ejemplo de ello son "Conflicto de visiones" y "Los Intelectuales y la sociedad".  En esta ocasión, explicaremos en palabras de Sowell, el funcionamiento de la ley de oferta y demanda, una ley fundamental para entender las fluctuaciones en los precios, así como el control de los mismos es inútil en todos los aspectos y solo puede desatar desastres. Su explicación corresponde a la primera parte de su tratado "Economía básica". Sin más que añadir, les dejo el texto.

Precios y mercados.

La función de los precios

Sin importar en qué medida nos valoremos como individuos independientes, en la vida todos dependemos de otras personas, y especialmente de un sinnúmero de extraños que producen todo lo que tenemos a nuestra disposición. Pocos podríamos cultivar el alimento que necesitamos para vivir, mucho menos construir un lugar en el que vivir o producir cosas como ordenadores o automóviles. Otras personas tienen que crear todas esas cosas para nosotros, y los incentivos económicos son esenciales para ello. Los precios son el núcleo de los incentivos en una economía de mercado.

Existen principios de economía relativamente simples pero muy importantes que explican la causa por la que en una sociedad compleja de millones de seres humanos éstos se proveen los unos a los otros de ingentes cantidades de bienes y servicios que sustentan, enriquecen y prolongan sus vidas. Sabemos que la tarea principal de cualquier economía es la asignación de recursos escasos con usos alternativos; la pregunta que sigue es: ¿cómo hace una economía para lograrlo?

Evidentemente, los distintos tipos de economía lo hacen de una manera diferente. En una economía feudal, el señor ordenaba a las personas bajo su poder qué hacer y dónde asignar los recursos: «¡Cultiven menos cebada y más trigo, pongan fertilizante aquí y más heno allá, drenen los pantanos!». Esta historia se repite en las sociedades comunistas del siglo XX. Por ejemplo, la Unión Soviética organizó una economía moderna mucho más compleja de una manera muy similar, con un gobierno que ordenaba que tal presa hidroeléctrica se construyera en el río Volga, que tantas toneladas de acero se produjeran en Siberia y que tal cantidad de trigo se cultivara en Ucrania. Por el contrario, en una economía de mercado coordinada por precios no hay nadie en la cima dictando órdenes para controlar y coordinar las actividades en la economía.

Cómo se las arregla una economía increíblemente compleja y de alta tecnología para funcionar es una pregunta que desconcierta a muchos. Se dice que el último presidente de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, preguntó lo siguiente a la primera ministra británica, Margaret Thatcher: «¿Cómo se las arregla usted para que la gente tenga alimentos?». Le respondió que ella no tenía que hacer nada, pues los precios se encargaban de aquello. El pueblo británico estaba mejor alimentado que el de la Unión Soviética, a pesar de que los británicos no habían producido suficiente alimento para subsistir más de un siglo. Los precios les traían alimentos de otros países.

Sin el papel que desempeñan los precios, imagine la burocracia monumental que se necesitaría para abastecer tan sólo la ciudad de Londres de las toneladas de alimento, de todos los tipos, que consume a diario. Pero tal ejército de burócratas es innecesario —y la gente que se necesitaría para conformar esa burocracia puede hacer trabajo productivo en otras áreas de la economía— porque el simple mecanismo de precios realiza la misma labor de manera más rápida, más barata y mejor.

Lo mismo puede decirse de China, donde a comienzos del siglo XXI, los comunistas, que continúan gobernando, ya permitían que el libre mercado operara en gran parte de la economía. A pesar de que en China vive una quinta parte de la población mundial, sólo cuenta con un 10 por ciento de la tierra cultivable del mundo, de manera que alimentar a su población podría continuar siendo el problema crítico que alguna vez fue, aquellos tiempos en los que cada hambruna recurrente segaba la vida de millones de personas. En la actualidad, los precios atraen alimento de otros países:

El alimento de China proviene del exterior: de Sudamérica, de Estados Unidos y de Australia. Esto significa prosperidad para comerciantes y procesadores agrícolas, como Archer Daniels Midland, que se está introduciendo en China de todas las formas imaginables, en un mercado nacional de comida procesada de 100.000 millones de dólares, que crece más del 10 por ciento anual. Esto se traduce en una ganancia inesperada para los agricultores de la región central de Estados Unidos, que hoy disfrutan de la subida de dos tercios del precio de la soja, en comparación al de hace un año atrás. También significa una mejor dieta para los chinos, que han incrementado su consumo calórico en un tercio durante los últimos veinticinco años.

Dado el atractivo poder de los precios, a comienzos de este siglo la compañía estadounidense de pollo frito KFC cosechaba ya más ventas en China que en Estados Unidos. El consumo per cápita de productos lácteos en el gigante asiático casi se duplicó en apenas cinco años. Un estudio estimó que un cuarto de los adultos en China tenían sobrepeso, lo cual no es algo bueno en sí, pero es al menos alentador en un país tantas veces aquejado por hambrunas masivas.

El hecho de que no sea un solo individuo o grupo de individuos quienes controlan o coordinan las innumerables actividades económicas en una economía de mercado, no significa que éstas ocurran al azar o de manera caótica. Cada consumidor, productor, vendedor minorista, propietario de terrenos de alquiler o trabajador realiza transacciones individuales con otros individuos en términos previamente acordados. Los precios transmiten dichos términos no sólo a los individuos directamente implicados en la transacción, sino a lo largo de todo el sistema económico, y, de hecho, en todo el mundo. Cuando alguien en algún otro lugar tiene un mejor producto o un precio más bajo para el mismo producto o servicio, esto se transmite e influye en las decisiones de todos, sin necesidad de que un funcionario público o una comisión de planificación emitan órdenes a los consumidores o a los productores. De hecho, esto pasa más rápido de lo que cualquier burócrata tarda en recoger la información necesaria para tomar sus decisiones.

Aunque nos sea imposible ubicar a Fiyi en el mapa, o ser conscientes siquiera de su existencia, si alguien en Fiyi encuentra la manera de fabricar mejores zapatos a menor coste, no va a pasar mucho tiempo antes de que esos zapatos estén a la venta a precios atractivos en Estados Unidos, en la India o en cualquier otro lugar. Cuando acabó la segunda guerra mundial, los estadounidenses empezaron a comprar cámaras fotográficas japonesas, antes de que los funcionarios públicos en Washington supieran que los japoneses las fabricaban. Dado que cualquier economía moderna tiene millones de productos, no es de esperar que los líderes de cualquier país sepan cuáles son esos productos, y menos aún que conozcan cuánto de cada recurso debe asignarse a la producción de cada uno de esos millones de productos.

Los precios desempeñan una función crucial en determinar cuánto de cada recurso se utiliza en qué lugar, y de qué manera el producto resultante se transfiere a millones de personas. Sin embargo, el público muy pocas veces entiende cómo lo hace, y los políticos suelen ignorarlo por completo. La primera ministra Margaret Thatcher escribió en sus memorias que Mijaíl Gorbachov «entendía muy poco de economía», a pesar de que en aquel momento él era el líder de la nación más grande de la tierra. Desafortunadamente, Gorbachov no es un caso aislado. Lo mismo podría decirse de otros muchos líderes de naciones del mundo, en países grandes y pequeños, democráticos o antidemocráticos. En los Estados en los que los precios coordinan las actividades económicas automáticamente, esa falta de conocimiento sobre economía no importa tanto como en aquéllos en los que los líderes políticos intentan dirigir y gestionar las actividades económicas.

Las concepciones erróneas sobre el papel que desempeñan los precios son muy comunes. Muchos ven los precios como obstáculos para conseguir los objetivos que persiguen. Quienes sueñan con vivir en una casa con vistas al mar, por ejemplo, dejarían de lado tales planes al descubrir cuán caras pueden ser estas casas. No obstante, la razón por la que no todos podemos vivir en una casa en primera línea de playa no son los precios altos; al contrario, la realidad inherente es que no existen suficientes edificaciones de este tipo para todos, y los precios tan sólo transmiten esa realidad. Cuando muchos compiten por relativamente unas pocas casas de determinado tipo, éstas se encarecen mucho debido al efecto de la oferta y la demanda. Pero no son los precios los que causan esa escasez, que existiría bajo cualquier tipo de sistema económico u organización social que se utilizase en vez de usar los precios. Es decir, existiría la misma escasez, por ejemplo, bajo el feudalismo, el socialismo o en una sociedad tribal.

Si al gobierno hoy se le ocurriera un «plan» para el «acceso universal» a las casas de playa e impusiera «un tope máximo» de precios a esas propiedades, seguiría habiendo muchas más personas que propiedades en la playa. En ausencia de precios, con una población y una cantidad de casas de playa determinadas, el racionamiento se tendría que dar por decreto burocrático, favoritismo político o por azar, pero de cualquier manera habría racionamiento. Incluso si el gobierno decretase que las casas de playa son un «derecho básico» de todos los miembros de la sociedad, eso no afectaría la escasez subyacente en lo más mínimo.

Los precios son como mensajeros que transmiten noticias, a veces malas, como en el caso de las casas de playa que son deseadas por más gente de la que podría vivir allí. Pero muchas veces también transmiten buenas noticias; por ejemplo, el precio de los ordenadores ha ido bajando y su calidad aumentando a un ritmo muy rápido, a consecuencia de los adelantos tecnológicos. Ahora bien, la gran mayoría de los beneficiarios de estos adelantos de alta tecnología no tienen la más mínima idea de cuán específicos son dichos adelantos, y no necesitan tenerla, pues los precios les transmiten los resultados finales, y eso es todo lo que necesitan para tomar sus decisiones, acrecentar su productividad y mejorar su nivel de vida, con el uso de ordenadores.

De igual manera, si de pronto se descubrieran vastos yacimientos de hierro en algún lugar, todos notarían que las cosas hechas de acero bajarían de precio, aunque sólo el 1 por ciento de la población se hubiera enterado del descubrimiento de los yacimientos. Por ejemplo, aquellos que deseasen comprarse un escritorio notarían que uno de acero es más barato que uno de madera, y esto propiciaría sin duda que cambiasen de opinión sobre qué escritorio comprar. Lo mismo ocurriría al comparar muchos otros productos hechos de acero con productos hechos de aluminio, cobre, plástico, madera y otros materiales que compiten con el acero. En pocas palabras, el cambio de precios permitiría a la sociedad entera —de hecho, a los consumidores del mundo— ajustarse automáticamente a una mayor abundancia de hierro, incluso si el 99 por ciento de esos consumidores ignoraran por completo ese hecho.

Los precios no son simplemente un medio para transferir dinero, sino que su función principal es brindar incentivos que afecten al comportamiento en el uso de los recursos, y de los productos que resultan de éstos. Los precios no solamente orientan a los consumidores, sino también a los productores. Frente a todo lo que se dice y hace, los productores no pueden saber qué es lo que los millones de consumidores creen. Por ejemplo, todo lo que los fabricantes de automóviles saben es que cuando producen coches con ciertas características éstos se venden por un precio que cubre los costes de producción y dejan algo de ganancias, pero que cuando los fabrican con características distintas, no se venden tan bien. Para deshacerse de los automóviles que no se venden, los vendedores entonces deben bajar los precios a cualquier nivel necesario para vaciar los almacenes del concesionario, incluso si eso significa asumir pérdidas, pues de no hacerlo deberían asumir una pérdida aún mayor si los coches no lograsen venderse de ninguna manera.

A pesar de que el concepto de los mercados coordinados por movimientos de precios —o «capitalistas», como se los suele denominar— pueden parecer simple, suele conducir a más malentendidos que otras cuestiones mucho más complejas. El sistema económico del libre mercado es comúnmente considerado un sistema de lucro, pero en realidad se trata de un sistema de ganancias y pérdidas, y las pérdidas son tan importantes como el lucro para la eficiencia de la economía, porque informan a los productores de lo que deben dejar de hacer, de lo que deben dejar de producir, de dónde deben dejar de asignar recursos, de en qué deben dejar de invertir. Las pérdidas fuerzan a los productores a dejar de producir lo que los consumidores ya no quieren. Sin saber en verdad a causa de qué los consumidores prefieren una combinación de características frente a otra, los productores automáticamente producen más de lo que genera lucro y menos de lo que ocasiona pérdida, lo que equivale a producir lo que desea el consumidor y dejar de producir lo que el consumidor no desea. Desde el punto de vista de la economía, a pesar de que los productores están interesados tan sólo en sí mismos y en sus empresas, la sociedad en su conjunto termina usando sus recursos escasos de manera más eficiente porque sus decisiones están siendo orientadas por los precios.

Los precios son una red mundial de comunicación que existe desde mucho antes de que apareciera internet. Los precios nos conectan con cualquiera en cualquier lugar del mundo donde se permite al mercado operar libremente, que los objetos con los precios más bajos llegan a venderse en cualquier parte del mundo, y podemos terminar usando camisas hechas en Malasia, zapatos producidos en Italia, y cordones fabricados en Canadá, a la vez que conducimos coches hechos en Japón, con neumáticos producidos en Francia.

Los mercados coordinados por precios permiten a las personas señalar a otras personas cuánto quieren y cuánto están dispuestas a pagar por lo que quieren, mientras otras personas señalan qué están dispuestos a producir a cambio de esa compensación. Los precios que responden a la oferta y la demanda ocasionan que los recursos naturales se muevan de los lugares en los que son abundantes, como Australia, hacia sitios en los que son casi inexistentes, como Japón, porque los japoneses están dispuestos a pagar precios más altos que los que los australianos pagan por los mismos recursos; y esos precios más altos cubren los costes de transporte, y aun así dejan un lucro mayor al que dejarían los mismos recursos si se vendiesen en Australia, donde su abundancia hace que los precios sean más bajos. Así, por ejemplo, el descubrimiento de un gran yacimiento de bauxita en la India reduciría el coste de los bates de béisbol de aluminio en Estados Unidos; un desastre en la cosecha de trigo en Argentina subiría los ingresos de los agricultores en Ucrania, quienes encontrarían repentinamente más demanda para su trigo en el mercado mundial, y, por ende, precios más altos.

El asombroso número de transacciones económicas en términos siempre cambiantes —porque la oferta y la demanda cambian continuamente— está más allá del conocimiento y la capacidad de cualquier individuo o grupo de burócratas que tengan la tarea de dirigir una economía, y más allá aún de los planificadores encargados de dirigir el mercado mundial. Sin embargo, todo lo que cada una de las miles de millones de personas que participan de transacciones en el mercado mundial necesita conocer son sus propias, y relativamente pocas, transacciones. De esta forma, la coordinación general de las economías nacionales y mundiales se deja a las fluctuaciones de precios en respuesta a la oferta y la demanda cambiantes. Cuando se oferta un bien más de lo que se lo demanda, la competencia entre los vendedores que tratan de deshacerse del excedente forzará una bajada de precios, desincentivando la producción futura, con lo que los recursos que se utilizaban para producir ese bien quedan libres para emplearse en producir algo para lo que existe mayor demanda. Al contrario, cuando la demanda de un bien dado excede la oferta existente, los precios crecientes debido a la competencia entre los consumidores incentiva una mayor producción, con lo que aumenta la necesidad de conseguir recursos de otras partes de la economía para lograrla.

La importancia de los precios en el libre mercado para la asignación de recursos puede entenderse más claramente al observar situaciones en las que no se permite a los precios realizar esta función. Por ejemplo, durante la época en la que el gobierno de la Unión Soviética dirigía la economía del país, los precios no eran fijados por la oferta y la demanda, sino que los planificadores centrales eran quienes destinaban los recursos para los varios usos a través de órdenes directas, que se complementaban con precios que los planificadores subían y bajaban según creían conveniente. A continuación, dos economistas soviéticos, Nikolai Shmelev y Vladimir Popov, describen lo que ocurrió cuando su gobierno subió el precio que pagaría por la piel de topo y los cazadores comenzaron a conseguir y vender más pieles de topo: Las compras estatales han aumentado y ahora todos los centros de distribución están a rebosar de estas pieles. La industria es incapaz de emplearlas todas, y con frecuencia se pudren antes de que se procesen. El ministro de Industria Ligera ha pedido al Comité Estatal de Precios en dos ocasiones que se bajen los precios de compra, pero el «asunto no se ha decidido» todavía. Esto no es algo sorprendente, pues sus miembros están demasiado ocupados como para decidir sobre esta cuestión. No tienen tiempo: además de fijar los precios para estas pieles, tienen que controlar otros 24 millones de precios.

Independientemente de cuán difícil sea para una agencia gubernamental supervisar 24 millones de precios, un país con más de 100 millones de personas puede controlarlos mejor de manera individual, porque cada una de las personas o empresas deben tener en cuenta tan sólo los pocos precios que les son relevantes para sus propias decisiones. La coordinación general de todas estas decisiones aisladas se produce a través del efecto que tienen la oferta y la demanda sobre los precios, y el efecto que tienen los precios sobre los consumidores y los productores. El dinero habla, y la gente escucha. Sus reacciones son normalmente más rápidas de lo que tardan los planificadores centrales en redactar sus informes.

Aunque decir a la gente qué debe hacer pareceuna manera más racional u ordenada de coordinar una economía, en la práctica ha resultado ser un modo mucho menos efectivo. La situación de las pieles era común a muchos otros bienes en los días de la economía central planificada de la Unión Soviética, en la que el problema crónico era el almacenamiento de productos que no se vendían a la vez que se producían dolorosos desabastecimientos de otras cosas que podrían haberse producido con los mismos recursos. En una economía de mercado, los precios de los productos excedentes automáticamente bajarían en razón de la oferta y la demanda, mientras que los precios de los bienes con menos oferta automáticamente subirían por esa misma razón. El resultado neto de este proceso es la transferencia de recursos de una actividad productiva a otra de manera automática, al mismo tiempo que los productores buscan aumentar sus ganancias y evitar pérdidas.

El problema no fue que planificadores específicos cometieran errores específicos en la Unión Soviética o en otras economías planificadas, sino que los errores que cometen los planificadores centrales son los mismos en todo tipo de sistema económico: capitalista, socialista, o cualquiera. El problema fundamental de la planificación central ha sido que la tarea asumida ha demostrado siempre ser demasiado grande para los seres humanos, en cualquier país donde se ha experimentado. Tal como los economistas soviéticos Shmelev y Popov lo definen: Sin importar cuánto deseemos organizar todo de manera racional, sin desperdicios, ni cuán apasionada y cuidadosamente deseemos colocar todos los ladrillos de la estructura económica, sin grietas en la argamasa, esto continúa escapando a nuestras posibilidades.

Esta lección resultó muy difícil de aprender para muchos otros que vivieron bajo economías dirigidas de forma centralizada. Mijaíl Gorbachov no fue el único líder criado en la Unión Soviética que encontraba desconcertantes las operaciones delmercado y sus resultados en Occidente. Durante los últimos años de la Unión Soviética, Boris Yeltsin, destinado a convertirse más adelante en el primer líder poscomunista de Rusia, estaba igualmente confundido por lo que observó en una economía capitalista:

Un punto de inflexión en el crecimiento intelectual de Yeltsin ocurrió durante su primera visita a Estados Unidos en septiembre de 1989; más específicamente su primera visita a un supermercado en Houston, Texas. Al ver pasillos y más pasillos de estantes llenos de todo tipo de alimentos y artículos del hogar, cada uno en decenas de variedades, quedó deslumbrado y deprimido a la vez. Para Yeltsin, así como para muchos otros rusos que visitaban Estados Unidos por primera vez, un supermercado resultaba mucho más impresionante que atracciones turísticas como la Estatua de la Libertad o el Lincoln Memorial. Era impresionante precisamente por su normalidad. Una cornucopia de bienes de consumo más allá de la imaginación de la mayoría de los soviéticos estaba al alcance de simples ciudadanos sin necesidad de hacer colas durante horas. Y todo estaba exhibido de manera muy atractiva. Para alguien que creció en las frugales condiciones del comunismo, incluso para un miembro de la relativamente privilegiada élite, visitar un supermercado de Occidente significaba un asalto completo a los sentidos.

Al regresar a Moscú, Yeltsin habló del dolor que sintió tras ver en Houston el contraste entre el estándar de vida estadounidense y el soviético. Yeltsin describió lo visto en Estados Unidos a «una audiencia soviética asombrada». El asesor de Yeltsin dijo que la experiencia del supermercado de Houston había destruido los últimos vestigios de creencia de Yeltsin en el sistema comunista, y sentó las bases para que se convirtiera en el primer líder de la Rusia poscomunista.

No nos debería sorprender que las personas en economías de mercado hayan obtenido mejores resultados llevando a cabo una tarea más fácil de realizar. Lo que se debe entender es cómo las millones de decisiones económicas individuales son coordinadas por los precios de tal manera que logran asignar recursos escasos con usos alternativos. Analicemos ahora ese proceso un poco más de cerca.

PRECIOS Y COSTES.

Los precios en una economía de mercado no son simplemente números sacados de un sombrero o puestos arbitrariamente por los vendedores. Si bien es cierto que cada cual puede ponerle el precio que se le antoje a los bienes y servicios que provee, esos precios se convertirán en realidades económicas sólo si otros están dispuestos a pagarlos, y eso no depende del antojo del vendedor sino de cuánto están dispuestos a pagar los consumidores. Incluso si usted produce algo que supone que vale 100 dólares para un consumidor, pero se lo ofrece a 90 dólares, el consumidor no lo comprará si existe otro proveedor que está ofreciendo el mismo producto por 80 dólares. Por evidente que esto pudiera parecer, sus implicaciones no lo son tanto para la mayoría de las personas; por ejemplo, para aquellas que dicen que los precios altos son el resultado de la «avaricia». Esta afirmación implica que un vendedor puede establecer precios a su antojo y vender su producto a estas cantidades arbitrarias. Por ejemplo, una noticia de portada en el periódico The Arizona Republic decía:

La avaricia hizo que los precios y las ventas de las casas en Phoenix alcanzaran un nuevo récord en 2005. Este año, es el miedo el que está dirigiendo el mercado. La afirmación anterior implica que los precios bajos reflejaban menos avaricia, en vez de cambios en las circunstancias que habían reducido la capacidad de los vendedores de continuar vendiendo a los mismos precios de antes. El cambio de circunstancias en este caso incluyó el hecho de que las casas en venta en Phoenix se mantuvieron en el mercado durante un promedio de dos semanas más que el año anterior, y debido al hecho de que los constructores estaban «teniendo problemas en vender incluso casas nuevas con grandes descuentos». Nada indica que los vendedores tuviesen menos interés en hacer la mayor cantidad de dinero posible por las casas que habían vendido, esto es, nada indica que se tornaron menos «avaros».

La competencia en el mercado limita cuánto es lo que una persona puede cobrar y continuar vendiendo, de manera que la cuestión no es la disposición personal, si se es avaro o no, sino qué situación producen las circunstancias del mercado. Lo que estaba ocurriendo en Phoenix ocurría también en el resto del país, porque el stock de las casas en venta subió y los precios al alza de los años anteriores se tornaron precios a la baja, debido a la oferta y la demanda. No tuvo nada que ver con menos «avaricia», así como no fue más «avaricia» lo que causó que los precios subieran. Tanto en el mercado inmobiliario como en cualquier otro, los sentimientos de los vendedores no nos dicen nada sobre cuánto estará dispuesto a pagar el comprador.

LA ASIGNACIÓN DE RECURSOS A TRAVÉS DE LOS PRECIOS.

Veamos ahora en detalle el proceso según el cual los precios asignan recursos escasos con usos alternativos. La situación en la que los consumidores desean el producto A y no quieren el producto B es el ejemplo más simple de cómo los precios llevan a la eficiencia en el uso de los recursos escasos. Pero los precios son igualmente importantes —y hasta incluso más importantes— en situaciones más comunes y más complejas en las que los consumidores desean A y B, así como muchas otras cosas, algunas de las cuales requieren los mismos insumos para producirse. Por ejemplo, los consumidores no solamente quieren queso, sino también helado y yogur, además de otros productos hechos a base de leche. ¿De qué manera ayudan los precios a la economía a determinar cuánta leche debe ir a cuáles de estos productos?

Con su demanda de queso, helado y yogur, los consumidores, en efecto, están también demandando indirectamente la leche de la que salen todos estos productos. En otras palabras, el dinero que viene de las ventas de estos productos posibilita que los productores puedan nuevamente comprar leche y usarla para continuar elaborando sus productos. Cuando la demanda de queso sube, los fabricantes de queso usan sus ingresos extra para comprar leche que antes estaba destinada a la producción de helado o yogur, con la finalidad de aumentar la producción de su propio producto para satisfacer la demanda creciente. Cuando los fabricantes de queso demandan más leche, este aumento hace subir los precios de la leche para todos, incluso para los productores de helado y yogur. En la medida en que los productores de estos otros productos suben los precios del helado y del yogur para cubrir el coste de la leche que emplean, los consumidores probablemente comprarán menos de estos productos lácteos a estos precios altos.

¿Cómo saben estos productores cuánta leche comprar? Evidentemente, los productores comprarán tan sólo la leche necesaria para cubrir sus nuevos costes con los nuevos precios de los productos lácteos. Si los precios altos disuaden más a los consumidores de yogur que a los de helado, entonces la mayor parte de la leche adicional que se necesita para producir más queso vendrá de una reducción en la producción de yogur, y en menor medida de una reducción en la producción de helado.

Lo que esto significa como principio general es que el precio que un productor está dispuesto a pagar por un insumo dado se convierte en el precio que otros productores están forzados a pagar por ese mismo insumo. Esto vale tanto para la leche para hacer queso, helado y yogur, como para la madera para hacer bates de béisbol, muebles y papel. Si la cantidad de papel demandado se duplica, esto significa que la demanda de la madera para hacer papel también aumentará. En la medida en que el precio de la madera suba en respuesta a esta creciente demanda, los precios de los bates de béisbol y los muebles también tendrán que aumentar, con la finalidad de cubrir los altos costes de la madera de que están hechos.

Las repercusiones van más allá. En la medida en que el precio de la leche sube, las lecherías tienen el incentivo para producir más leche, lo que implica la compra de más vacas, lo que a su vez significa que más vacas llegarán a la edad adulta, en vez de emplearse para carne cuando son terneras. En la medida en que el precio de la madera sube, las empresas forestales tienen el incentivo para plantar más árboles. Y las repercusiones no se detienen aquí. En la medida en que emplean menos terneros para carne, hay menos cuero de vaca disponible y los precios de los guantes de béisbol pueden aumentar en razón de la oferta y la demanda. En la medida en que las empresas forestales plantan más árboles, compran también más tierra donde plantar esos árboles, de manera que el precio de la tierra para construir casas también sube. Estas repercusiones se propagan a lo largo de la economía al igual que las ondas de un estanque cuando una piedra cae al agua. De la misma forma, si alguien encuentra una manera más barata de producir cereal, o de crear nuevos alimentos que sean más baratos o mejores sustitutos del cereal, sus repercusiones también se extenderán en todas las direcciones.

Nadie está por encima de todo esto coordinándolo, en gran parte porque nadie sería capaz de seguir todas estas repercusiones en todas las direcciones, una tarea que ha demostrado ser demasiado complicada para los planificadores centrales de una gran cantidad de países. Muchos economistas han ganado el premio Nobel por descifrar estas complejas interacciones a lo largo de la economía de manera teórica, utilizando matemática avanzada, y la realidad es aún más compleja que la teoría. En el mundo real, incluso un conjunto de controles modestos y temporales sobre la industria petrolera estadounidense en la década de 1970 dio lugar a miles de regulaciones individuales para lidiar con las repercusiones de estas políticas, y también a innumerables «aclaraciones» oficiales para lidiar con la confusión causada por dichas regulaciones. La abrumadora complejidad de las repercusiones a lo largo de una economía se torna manejable sólo cuando cada una de las millones de personas lidia con un número relativamente pequeño de transacciones y deja la coordinación del conjunto de la economía a las fluctuaciones de precios.

SUSTITUCIÓN INCREMENTAL.

Dado que los recursos escasos tienen usos alternativos, el valor asignado a uno de estos usos por un individuo o empresa marca el coste que deberán pagar otros que tengan interés en competir para que estos recursos no se destinen a ese uso. Desde el punto de vista de la economía en su conjunto, esto significa que los recursos tienden a fluir hacia sus usos más valiosos cuando se produce una competencia de precios en el mercado. Esto no quiere decir que uno de estos usos categóricamente desplace a todos los demás. Al contrario, los ajustes son incrementales. Sólo la cantidad de leche que sea igual de valiosa para los consumidores de helado o yogur como lo es para los compradores de queso se usará para fabricar helado y yogur. Sólo la cantidad de madera que sea igual de valiosa para los fabricantes de bates de béisbol y muebles como lo es para los productores de papel se empleará para hacer bates y muebles.

Analicemos ahora la demanda desde el punto de vista de los consumidores. Ya sean consumidores de queso, helado, o yogur, algunos estarán ansiosos de tener cierta cantidad, menos ansiosos de cantidades adicionales, y finalmente —a partir de cierto punto— indiferentes a tener más, o incluso opuestos a consumir siquiera un poco más una vez saciados. El mismo principio se aplica cuando se usa más madera para hacer papel, y los productores y consumidores de muebles y bates de béisbol tienen que hacer sus ajustes incrementales en función de aquello. En pocas palabras: los precios coordinan el uso de los recursos de tal manera que cada recurso se emplea tan sólo en la cantidad que es igual en valor a lo que vale para otros en usos distintos. De esa manera, una economía coordinada por precios no inunda a la gente de queso hasta el hartazgo mientras otros claman en vano por un poco de helado y yogur.

Por absurdo que pudiera parecer, esto ha ocurrido muchas veces en economías en las que la asignación de recursos escasos no está determinada por los precios. Las pieles no eran los únicos bienes invendibles que se amontonaban en los almacenes soviéticos mientras la gente hacía largas colas tratando de conseguir otras cosas que tenían una oferta baja. La asignación eficiente de recursos escasos con usos alternativos no es simplemente una noción abstracta de los economistas, sino que determina la calidad de vida de millones de personas.

Como en el ejemplo de las casas en la playa, los precios transmiten una realidad subyacente: desde la perspectiva de la sociedad en su conjunto, el «coste» de algo es el valor que tiene en sus usos alternativos. Ese coste está reflejado en el mercado cuando el precio que un individuo está dispuesto a pagar se torna un coste que otros están forzados a pagar para conseguir una parte de ese mismo recurso escaso o de los productos que de él se generan. Independientemente de si una sociedad tiene un sistema de precios capitalista o una economía socialista o una feudal u otra, el coste real de algo continúa siendo su valor en usos alternativos. Los costes reales de construir un puente son las otras cosas que podrían haberse construido con ese mismo trabajo y material. Esto es aplicable también a la vida de un individuo cualquiera, inclusive si no hay dinero de por medio: por ejemplo, el coste de ver una comedia o una telenovela en la televisión es el valor de las otras cosas que pudieron hacerse en ese mismo tiempo.

SISTEMAS ECONÓMICOS.

Los distintos sistemas económicos lidian con esta realidad subyacente de diferentes maneras y con diversos grados de eficiencia. Sin embargo, la realidad subyacente existe independientemente del tipo particular de sistema económico de cualquier sociedad. Una vez reconocemos eso, podemos pasar a comparar cómo los sistemas económicos que usan los precios para forzar a las personas a compartir recursos escasos son diferentes en eficiencia que los sistemas económicos que determinan esas mismas cuestiones a través de reyes, políticos o burócratas que dictan órdenes diciéndole a la gente quién puede tener cuánto de qué.

Durante el breve tiempo de mayor apertura que se dio en los últimos años de la Unión Soviética, cuando las personas dispusieron de mayor libertad para decir lo que pensaban, Shmelev y Popov escribieron un libro que explicaba con mucha honestidad cómo trabajaba la economía soviética. Según estos economistas, las empresas de producción en este país «siempre piden más de lo que necesitan» del gobierno en forma de materia prima, equipos y otros recursos utilizados en la producción. «Toman todo lo que pueden, independientemente de cuánto necesiten en realidad, y no se preocupan de economizar materiales. Después de todo, nadie “en la cima” sabe exactamente cuáles son los requerimientos reales». De manera que el «despilfarro» tenía sentido, desde el punto de vista del gerente de una empresa soviética.

Entre los recursos que se despilfarraban estaban los trabajadores. Estos economistas estimaban que «entre un 5 y un 15 por ciento de los trabajadores son supernumerarios en la mayoría de las empresas, y se los mantiene “sólo por si acaso”». La consecuencia era que se usaban muchos más recursos para producir una cantidad determinada en la economía soviética que los que se empleaban para producir la misma cantidad en los sistemas económicos coordinados por precios, como los de Japón, Alemania y otras economías de mercado. Citando estadísticas oficiales, Shmelev y Popov se lamentaban:

Para fabricar una tonelada de cobre usamos alrededor de 1.000 kilovatios/hora de energía eléctrica, mientras que en Alemania Occidental emplean 300. Para producir una tonelada de cemento utilizamos el doble de energía que la empleada por Japón.

La Unión Soviética no sólo no carecía de recursos, sino que era, de hecho, una de las naciones mejores dotadas de recursos naturales del mundo, tal vez la mejor dotada. Tampoco carecía de personas con alto grado de educación y capacitación. De lo que carecía era de un sistema económico que hiciera un uso eficiente de sus recursos. Debido a que las empresas soviéticas no estaban bajo las mismas exigencias financieras que las capitalistas, solían adquirir más máquinas de las que necesitaban, «que terminaban polvorientas dentro de los almacenes u oxidadas en el exterior», en palabras de los economistas soviéticos. En resumen, las empresas soviéticas no se veían forzadas a economizar, esto es, a tratar sus recursos como escasos y valiosos en usos alternativos, porque los usuarios alternativos no estaban compitiendo por dichos recursos, como habría ocurrido en una economía de mercado. Si bien este derroche le costaba poco o nada a una empresa soviética en particular, el coste para el pueblo era enorme, y se tradujo en un nivel de vida mucho menor al que sus recursos y tecnología hubiesen sido capaces de producir.

Este derroche de insumos descrito por los economistas soviéticos no habría podido darse en el tipo de economía en la que la compra de estos insumos hubiese tenido que realizarse en competencia con los usuarios alternativos, ya que la empresa sólo hubiese podido sobrevivir manteniendo sus costes por debajo de sus ventas. En este sistema capitalista coordinado por precios, la cantidad de insumos requeridos estaría basada en las estimaciones más precisas de lo que realmente se requiere, y no en la capacidad de los administradores de persuadir al gobierno para que se los entregue. Habría sido imposible que estos funcionarios públicos de las agencias de planificación central fuesen expertos en todas las industrias y productos bajo su control, por lo que dependían en cierta medida de aquellos que conocían sus propias industrias y sectores, los administradores de las empresas. Esta separación entre el poder y el conocimiento era la principal causa del problema.

Los planificadores centrales podían ser escépticos en cuanto a la información que les dispensaban los administradores de las empresas, pero el escepticismo no es conocimiento. Si les negaban los recursos, esto podría afectar a la producción, y las cabezas en las agencias de planificación central podrían comenzar a rodar. La consecuencia fue el uso excesivo de recursos descrito por los economistas soviéticos. El contraste entre la economía soviética y las de Japón o Alemania es uno de los muchos que pueden hacerse entre sistemas económicos que utilizan los precios para la asignación de recursos y los que se basan en el control político o burocrático. En distintas regiones del mundo y bajo diversos sistemas políticos se han evidenciado contrastes similares entre los lugares que usaban precios para racionar bienes y asignar recursos, y los que se basaban en las decisiones de gobernantes a título hereditario, funcionarios electos o comisiones de planificación designadas.

Cuando muchas colonias africanas alcanzaron la independencia en la década de 1960, los presidentes de dos países vecinos, Ghana y Costa de Marfil, hicieron una famosa apuesta: cada uno apostó que su economía sería la más próspera en los años venideros. En ese momento, la economía de Ghana no solamente era más próspera que la de Costa de Marfil, sino que tenía más recursos naturales, de manera que la apuesta del presidente de Costa de Marfil podía parecer irresponsable. Sin embargo, éste sabía que Ghana estaba decidida a mantener una economía dirigida por el gobierno, mientras que su país apostaba por un mercado más libre. En 1982, Costa de Marfil había superado económicamente a Ghana con una magnitud tal que el 20 por ciento más pobre de su población tenía una renta per cápita mayor a la de la mayoría de la población de Ghana.

Este resultado no podía atribuirse a ningún tipo de superioridad de Costa de Marfil o su población. De hecho, en los años siguientes, cuando una nueva generación de políticos en ese país sucumbió a la tentación de poner al gobierno al mando de la economía, mientras que los de Ghana aprendieron de sus errores y comenzaron a soltar las riendas de la suya, los papeles se invirtieron: la economía de Ghana comenzó a crecer, mientras que la de Costa de Marfil empezó a decrecer. 

Una comparación similar podría hacerse entre Birmania y Tailandia. En este caso, Birmania tenía un estándar de vida mayor al de Tailandia antes de instituir el socialismo, y Tailandia uno mayor después de este hecho. Otros países, como la India, Alemania, China, Nueva Zelanda, Corea del Sur y Sri Lanka, han experimentado un alto crecimiento de sus economías como producto de la liberalización de los controles gubernamentales y el uso de los precios para la asignación de recursos. Hacia el año 1960, la India y Corea del Sur estaban en un nivel económico similar, pero para el fin de la década de 1980, la renta per cápita de Corea del Sur era diez veces mayor a la de la India.

La India continuó con una economía dirigida por el gobierno durante muchos años después de alcanzar su independencia en 1947. Sin embargo, en la década de 1990, «eliminó cuatro décadas de aislamiento económico y planificación, y liberó a los emprendedores de ese país por primera vez desde la independencia», en palabras de la prestigiosa revista londinense The Economist. Lo que siguió fue una tasa de crecimiento del 6 por ciento anual, que transformó la economía india en «una de las economías grandes con mayor crecimiento en el mundo». De 1950 a 1990, la tasa de crecimiento promedio había sido del 2 por ciento. El efecto acumulado de crecer tres veces más rápido que antes hizo que millones de indios escaparan de la pobreza.

En China, durante las reformas de la década de 1980, los controles gubernamentales se atenuaron de manera experimental en ciertos sectores de la economía y dentro de ciertas regiones geográficas antes que en otras. Esto propició enormes contrastes económicos dentro del mismo país, además de un rápido crecimiento económico general. Antes, en 1978, menos del 10 por ciento de la producción agrícola china se vendía en mercados abiertos: más del 90 por ciento era entregada al gobierno para su distribución. En 1990, sin embargo, el 80 por ciento se vendía directamente en el mercado. El resultado neto era más y mayor variedad de alimentos para los habitantes de las ciudades en China y un aumento en los ingresos de los agricultores de más del 50 por ciento en pocos años. Entre 1978 y 1995, China tuvo una espectacular tasa de crecimiento del 9 por ciento anual como consecuencia de la liberación de los precios que siguió a la muerte de Mao en 1976. Esto contrasta con los graves problemas económicos que tenía China a causa de las medidas de fuerte control gubernamental promovidas por ese líder comunista.

Mientras la historia nos cuenta que todo esto ocurrió, la economía nos ayuda a explicar por qué ocurrió. Nos ayuda a explicar también qué es lo que permite a los precios lograr aquello que casi nunca puede alcanzarse a través del control político de una economía. La economía es algo más que simplemente precios, pero comprender cómo funcionan los precios es la base para entender muchas otras cosas sobre la economía. Una economía racionalmente planificada suena más plausible que una coordinada tan sólo por precios que vinculan millones de decisiones particulares tomadas por individuos y organizaciones. Sin embargo, los economistas que observaron las consecuencias reales de una economía planificada de forma central llegaron a una conclusión muy diferente: que «existen demasiadas relaciones económicas, y resulta imposible tomarlas a todas en cuenta y coordinarlas de manera cuidadosa».

En una sociedad de millones de productores y consumidores, es imposible que un individuo o un conjunto de funcionarios gubernamentales sentados a una mesa puedan saber cuántos de estos millones de consumidores prefieren un producto frente a otro, o cuánto producirían los insumos que van a la producción de millones de productos si se aplicaran en cambio a millones de otros productos. En una economía coordinada por precios, nadie necesita saber estas cosas. Sencillamente, cada productor se guía por el precio al que su producto puede venderse y por cuánto debe pagar por los insumos utilizados en fabricar ese producto específico, mientras que cada consumidor debe considerar tan sólo el pequeño conjunto de precios relevantes para sus propias compras.

El conocimiento es uno de los recursos más escasos y el sistema de precios economiza su uso al forzar a quienes tienen mayor conocimiento sobre su propia situación a competir por bienes y recursos según ese conocimiento, en vez de tener que basarse en la habilidad de persuadir a las personas que integran las comisiones, las legislaturas o los palacios reales. Más allá de que los intelectuales suelan valorar mucho la locuacidad, la manera más eficiente de transmitir información precisa es enfrentando a las personas con la necesidad de «respaldar sus palabras con su dinero». Esto los obliga a recurrir a la información más precisa, en lugar de a su mejor discurso.

Los seres humanos cometerán errores en cualquier tipo de sistema económico. La pregunta clave es: ¿qué tipo de incentivos y limitaciones los forzarán a corregir sus propios errores? En una economía coordinada por precios, cualquier productor que utiliza insumos que son más valiosos en otro lugar de la economía pronto descubrirá que el coste de esos insumos no puede cubrirse con lo que los consumidores están dispuestos a pagar por el producto. Después de todo, el productor antes ya había tenido que competir por esos recursos y pagar por ellos un precio mayor a su valor en usos alternativos. Si resulta que estos recursos no son más valiosos en los usos que les da el productor, entonces éste estará perdiendo dinero, y no le quedará otra opción que dejar de fabricar ese producto con esos insumos. Aquellos productores que sean demasiado ciegos o testarudos para cambiar, perderán tanto dinero que llevarán a su empresa a la quiebra, que se convertirá en la forma de detener el desperdicio de los recursos a disposición de la sociedad. Por eso es por lo que, desde el punto de vista de la economía, las pérdidas son tan importantes como las ganancias, a pesar de que para las empresas estas últimas sean mucho más celebradas.

En una economía coordinada por los precios, los empleados y los acreedores insisten en que se les pague, independientemente de si los administradores o los propietarios hayan cometido errores. Esto significa que las empresas capitalistas pueden cometer muy pocos errores y durante muy poco tiempo, bajo el riesgo de detener su actividad, o de ser obligadas a ello, ya sea por la incapacidad de conseguir el trabajo y los insumos que necesitan, o por quiebra. En una economía feudal o en una socialista, los líderes pueden continuar cometiendo los mismos errores indefinidamente, y quienes sufren las consecuencias son el resto de las personas que componen esa sociedad, que tienen un estándar de vida por debajo del que podrían tener si hubiese habido mayor eficiencia en el uso de los recursos escasos.

Los muchos productos olvidados en las estanterías de las tiendas o en almacenes de la Unión Soviética, al mismo tiempo que había desabastecimiento de otras cosas, eran una muestra de los grandes defectos de la planificación central. Por su parte, en una economía coordinada por precios, el trabajo, la administración y los recursos físicos destinados a la producción de productos no deseados hubiesen tenido que destinarse a la producción de algo diferente que sí permitiese que el producto se pagase con los ingresos de las ventas. Esto habría significado fabricar un producto más deseado del que ya se disponía y que no se deseaba. Ante la ausencia de las señales persuasivas de los precios y la amenaza de pérdidas financieras que éstos transmiten a los productores, la ineficiencia y el derroche en la Unión Soviética podían continuar hasta que la situación alcanzaba proporciones tan grandes y descaradas que llamaba la atención de los planificadores centrales en Moscú, quienes a su vez estaban ocupados en tomar otras miles de decisiones.

Irónicamente, los problemas que podían causar los intentos de manejar una economía a través de órdenes directas o precios decretados de forma arbitraria por los gobiernos de turno habían sido advertidos ya en el siglo XIX por Carl Marx y Friedrich Engels, de cuyas ideas eran supuestamente partidarios los gobernantes de la Unión Soviética. Engels afirmó que las fluctuaciones de precios «forzadamente informan a los productores individuales sobre qué productos y sobre qué cantidades de éstos requiere o no la sociedad». Sin ese mecanismo, se preguntaba Engels, «¿qué garantía tenemos de que sólo se producirá la cantidad necesaria y no más que eso?  ¿Qué garantía tenemos de que no llegaremos a estar hambrientos de maíz y carne mientras estamos empachados de azúcar de remolacha e inundados de licor de patatas, o de que no nos faltarán pantalones para cubrir nuestra desnudez mientras los botones para pantalones se cuentan por millones?». En apariencia, Marx y Engels entendían de economía mucho más que sus últimos seguidores, o quizá estaban más preocupados por la eficiencia económica que por mantener el control político desde la cima.

No obstante, algunos economistas soviéticos entendían el papel que desempeñan los precios en la coordinación de cualquier economía. Cerca del final del gobierno comunista, dos de estos economistas, Shmelev y Popov, a quienes hemos mencionado ya, afirmaron: «Todo está interconectado con el mundo de los precios, de tal manera que el cambio más mínimo en un elemento se transmite en cadena a otros millones de productos». Adam Smith, el economista liberal más famoso, no lo habría podido decir mejor. Los economistas soviéticos eran conscientes de la importancia de los precios porque habían vivido de primera mano lo que ocurre cuando se impide a los precios desempeñar su papel. No obstante, los economistas no estaban al mando de la economía soviética; eran los líderes políticos quienes tenían la batuta. Es más: durante el gobierno de Stalin, se fusiló a muchos de estos economistas por decir cosas que Stalin no quería oír.

OFERTA, DEMANDA Y «NECESIDAD»

No existe quizá un principio económico más básico y evidente que el hecho de que la gente tiende a comprar más a un precio bajo y menos a un precio alto. De igual manera, las personas que producen bienes o prestan servicios tienden a proveer más productos y servicios a precios altos, y menos a precios bajos. Sin embargo, las repercusiones de estos dos principios básicos, cada uno por sí solo o de forma conjunta, afectan a un gran número de actividades y asuntos económicos, y contradicen una cantidad igual de nociones equivocadas y falacias.

Cuando se intenta cuantificar lo que un país «necesita» de tal o cual producto o servicio se está ignorando el hecho de que no existe una «necesidad» fija y objetiva. El hecho de que la gente demande más a un precio bajo y menos a un precio alto puede ser fácil de entender, pero también es muy fácil de olvidar. Muy pocas veces, si acaso alguna, la cantidad que se demanda es fija. Por ejemplo, la vida comunitaria en un kibutz israelí estaba basada en la producción y en la provisión colectivas de bienes y servicios para sus miembros, sin recurrir al dinero o a los precios. Sin embargo, el servicio de electricidad y alimento sin precios llevó a una situación en la que con frecuencia los habitantes de los kibutz no se preocupaban de apagar las luces durante el día e invitaban a gente de fuera a comer con ellos. Por el contrario, una vez que el kibutz comenzó a cobrar un precio por la electricidad y el alimento, se produjo una caída drástica del consumo de ambos. De ello se desprende como conclusión que no existía una cantidad fija de «necesidad» o demanda de alimento y electricidad.

De igual manera, no hay una oferta fija. Las estadísticas sobre la cantidad de petróleo, hierro y otros recursos naturales parecen sugerir que simplemente todo está en función de la cantidad de cosas que hay en el suelo. En realidad, la mayoría de los recursos naturales están disponibles a diferentes costes de descubrimiento, extracción, y procesamiento de un lugar a otro. Hay petróleo que puede extraerse y procesarse en determinados lugares por 20 dólares el barril, y también lo hay que no llega a pagar sus costes de producción por 40 dólares el barril, e incluso por 60 dólares. En general, con todo tipo de bienes, la cantidad ofertada varía directamente en función de los precios, de la misma manera que la cantidad demandada varía inversamente con el precio.

Cuando cae el precio del petróleo, muchos pozos de bajo rendimiento se cierran porque el coste de extraer y procesar el producto excedería su precio de venta en el mercado. Si el precio luego sube —o si el coste de extracción o procesamiento se reduce gracias a alguna nueva tecnología—, esos pozos seguramente volverán a operar. Ciertos yacimientos petrolíferos localizados en terrenos arenosos en Venezuela y Canadá tenían tan poca producción que ni siquiera se computaron como parte de las reservas mundiales de petróleo hasta que los precios subieron a cifras récord nuevamente a comienzos del siglo XXI. Tal como en su día informó The Wall Street Journal, aquello cambió las cosas:

Estos yacimientos se desestimaron como petróleo «no convencional» sin viabilidad económica. Sin embargo, hoy, gracias a los altos precios y a la mejor tecnología, los expertos consideran los yacimientos petrolíferos en terrenos arenosos como reservas recuperables. Esta nueva estimación ha hecho que Venezuela y Canadá salten al primer y tercer lugar en el ranking de países con mayores reservas en el mundo […].

La revista The Economist también lo explicó:

Las arenas petrolíferas o arenas de alquitrán —como también se llama a esta sustancia viscosa— de Canadá son gigantescas. Contienen 174.000 millones de barriles de petróleo que pueden ser recuperados de manera rentable, y 141.000 millones cuya explotación podría tornarse rentable en caso de una subida de precios del petróleo o una disminución de los costes de extracción. Esto último haría que Canadá tuviese más reservas petrolíferas que Arabia Saudita.

En pocas palabras, no existe una oferta fija de petróleo, igual que no existe una oferta fija de la gran mayoría de las cosas. En un sentido general, la Tierra tiene una cantidad finita de cada recurso, pero con el tiempo la cantidad cuya explotación es económicamente viable variará directamente en función del precio por el que puede venderse, incluso si esa cantidad fuera suficiente para durar milenios. Muchas de las falsas predicciones del siglo pasado, e incluso anteriores, en cuanto a que muchos recursos naturales se «agotarían» en pocos años se basaban en la confusión que existe entre el concepto de «oferta actual económicamente viable a precios actuales» y el de «oferta física final existente en la Tierra», que es muchísimo mayor.

Los recursos naturales no es lo único que se oferta en mayores cantidades cuando suben los precios. Lo mismo ocurre con muchos otros productos e incluso con los trabajadores. Cuando se pronostica que no habrá suficientes ingenieros, maestros o alimentos en los años venideros, la gente habitualmente ignora los precios o asume implícitamente que, a los precios actuales, habrá escasez. Sin embargo, es precisamente la escasez lo que provoca la subida de los precios. A precios más altos puede no ser más difícil que hoy ocupar las vacantes de ingenieros o maestros ni encontrar alimentos, ya que la subida de los precios conlleva un aumento en los cultivos y en la cría de ganado. En pocas palabras, mayores cantidades se ofertan a mayores precios, sea que se trate de petróleo, manzanas, langostas o trabajo. Las fluctuaciones de precios constituyen una manera de lograr que un poco de conocimiento tenga grandes efectos. Los cambios de precios orientan las decisiones de las personas a través de ajustes de prueba y error a lo que otras personas pueden y están dispuestas a pagar como consumidores, así como a lo que otros pueden y están dispuestos a proveer como productores.

El productor cuyo producto resulta tener la combinación de características más cercanas a lo que en verdad quiere el consumidor puede no ser más sabio que sus competidores. Sin embargo, puede volverse rico mientras sus competidores se van a la quiebra. Pero el resultado final es que la sociedad en su conjunto obtiene mayores beneficios de sus recursos limitados al destinarlos allí donde dichos recursos producen el tipo de resultado que quieren millones de personas, en vez de producir cosas que la gente no desea.

RACIONAMIENTO A TRAVÉS DE PRECIOS.

Hay todo tipo de precios. Los precios de los bienes de consumo son el ejemplo más evidente, pero el trabajo también tiene precios, llamados salarios, y el dinero prestado tiene un precio, llamado interés. Además de los precios de las cosas tangibles, existen precios para los servicios, que van desde un corte de pelo hasta una cirugía de cerebro, y desde la astrología hasta consejos sobre cómo especular con el oro o la soja. Los precios incentivan los ajustes. Ésa es la razón por la que los kibutz israelíes usaban menos electricidad y menos alimento cuando sus miembros comenzaron a pagar por ello. Es también la razón por la que las empresas alemanas y japonesas usaban menos insumos para producir la misma cantidad que las empresas soviéticas, cuyos administradores no tenían que preocuparse por los precios, las ganancias, o las pérdidas.

En la medida en que los precios, sean de la soja o de una cirugía, son el resultado de la oferta y la demanda en un libre mercado, consiguen asignar con éxito recursos escasos con usos alternativos. En la medida en que la gente es libre de gastar su dinero en lo que le parece más conveniente, los cambios de precios en función de la oferta y la demanda dirigen los recursos hacia donde éstos son más solicitados, y dirigen a las personas hacia donde sus deseos pueden ser satisfechos de manera más completa y barata por la oferta existente. A pesar de que esto puede resultar muy fácil de entender, está en contradicción con muchas ideas ampliamente difundidas. Por ejemplo, se atribuyen los precios altos a la «avaricia» de los vendedores, y además muchas veces se dice que ciertas cosas se venden por encima de su valor «real», o que ciertos trabajadores reciben un salario menor al que «en realidad» merecen, o que los ejecutivos corporativos, los deportistas y las personas de la industria del entretenimiento ganan más de lo que «en realidad» valen.

Decir que los precios son el resultado de la avaricia implica que los vendedores pueden fijar los precios a su antojo, y que éstos no están determinados por la oferta y la demanda. Puede ser cierto que algunos o tal vez todos los vendedores prefieran obtener el mayor precio posible, pero es igualmente cierto que los compradores normalmente esperan pagar el menor precio posible por bienes de una determinada calidad. Más importante aún, la competencia entre numerosos compradores y vendedores resulta en precios que dejan a cada comprador y vendedor individual con muy poco margen de flexibilidad. Todo trato depende de que las dos partes se pongan de acuerdo en todos los términos. Quien no puede ofrecer un mejor trato que su competencia probablemente no encontrará a nadie dispuesto a cerrar un trato con él.  A pesar de que esto puede parecer muy obvio, la siguiente noticia apareció en la portada de The New York Times cuando, debido a las altas tasas de apartamentos vacíos en Estados Unidos, los precios de los alquileres bajaron, ya sea en forma directa o a través de regalos a los arrendatarios:

En espera de arrendatarios, los vestíbulos de algunos edificios en Memphis ofrecen todas las mañanas tazas gratis de café Starbucks. En los suburbios de Atlanta, la gente que se muda a casas con jardín recibe de regalo un cupón de 500 dólares en productos de la cadena de electrodomésticos Best Buy. En Cleveland, Denver y muchas otras ciudades, los propietarios ofrecían a los nuevos inquilinos regalos de 1.000 dólares o más, y uno, dos y hasta tres meses de alquiler gratis.

¿Cuál es el motivo de toda esta generosidad? «Este verano, el porcentaje de pisos vacíos se estableció en un 9,9 por ciento, el nivel más alto desde 1956, año en que el Departamento del Censo comenzó estas estadísticas.» Atribuir los precios altos a la avaricia o los precios bajos a la generosidad significa suponer que los vendedores pueden fijar y mantener sus precios por pura voluntad. Sin embargo, la oferta y la demanda explican los cambios en los precios mucho mejor que la asunción de que éstos son fijados por la sola voluntad del vendedor. Donde existen monopolios o cárteles, los precios altos son más frecuentes que en un mercado competitivo, pero, afortunadamente, los monopolios y los cárteles son la excepción, no la regla.

La competencia es un factor crucial para explicar por qué los precios normalmente no pueden mantenerse en niveles establecidos de forma arbitraria. Sin embargo, incluso las personas que no niegan esta aseveración pueden olvidarla cuando formulan preguntas del tipo: «¿Es posible que el abaratamiento de los costes de producción se transfiera al consumidor en forma de precios más bajos?» La realidad es que los productores que no reflejen estos ahorros de costes en los precios acabarán perdiendo clientes en favor de los que sí lo hagan. No se trata de que los productores sean generosos o de que los economistas tengan fe en el capitalismo de libre mercado. Carl Marx, que de ninguna manera puede ser acusado de haber tenido fe en el capitalismo de libre mercado, fue, no obstante, un economista que señaló que la nueva tecnología que abarata costes no solamente permite al capitalista cobrar precios más bajos, sino que le obliga a hacerlo, como resultado de la competencia en el mercado.

Tampoco la tecnología es la única razón para que los precios se vean forzados a bajar en razón de la competencia. Cuando la industria aeronáutica en Estados Unidos pasó varios años después de 2001 sin un solo accidente aéreo de consideración, la competencia entre las empresas aseguradoras las forzó a abaratar las primas que cobraban a las aerolíneas.

La competencia es la clave para que una economía coordinada por precios pueda operar. No se trata tan sólo de que fuerce los precios hacia la igualdad, sino que hace que el capital, el trabajo y los otros recursos fluyan hacia donde sus tasas de rentabilidad son mayores —esto es, donde la demanda insatisfecha es mayor— hasta lograr que la rentabilidad se iguale a través de la competencia, de la misma manera que el agua tiende a nivelarse. Sin embargo, el hecho de que el agua tienda a nivelarse no significa que el océano tenga una superficie suave y cristalina. Las olas y las mareas son también maneras a través de las cuales el agua se nivela, sin congelarse. De forma similar, en una economía, el hecho de que los precios y las tasas de rentabilidad sobre la inversión tiendan a igualarse significa tan sólo que sus fluctuaciones —de los precios en relación con las tasas de rentabilidad— son las que mueven los recursos, desde las ganancias menores hasta las mayores. En otras palabras, desde una oferta mayor en relación con la demanda, hasta donde existe mayor demanda insatisfecha. Esto no significa que los precios se mantengan iguales en el tiempo o que se logre un patrón uniforme e ideal de asignación de recursos.

Cuando países grandes como China y la India —cuyas poblaciones combinadas son ocho veces más que la de Estados Unidos— experimentaron un rápido crecimiento económico a comienzos del siglo XXI, el incremento de la demanda de petróleo hizo que los precios de éste en el mercado mundial subieran de forma inaudita. Con ello, el precio de la gasolina también ascendió hasta cifras que iban más allá de lo que el consumidor estadounidense estaba acostumbrado a pagar. La reacción de los políticos y de los medios de comunicación estadounidenses fue de irritación hacia las empresas petroleras. La noción de los precios volitivos continúa viva, a pesar de lo incoherente que es en relación con la oferta y la demanda.

VALOR «REAL»

El hecho de que los precios fluctúen en el tiempo, y de que en ocasiones se produzcan subidas y bajadas drásticas, lleva a las personas a concluir, equivocadamente, que se están alejando de su valor «real». Sin embargo, su nivel usual, bajo circunstancias habituales, no es más real o válido que sus niveles más altos o más bajos en circunstancias diferentes.

Si un gran empleador va a la quiebra en una pequeña comunidad, o si simplemente se muda a otra región o país, muchos de sus exempleados podrían decidir mudarse también. Si sus numerosas casas se pusieran en venta en la misma pequeña área al mismo tiempo, lo más probable es que los precios de dichas casas descendieran debido a la competencia. Pero ello no significaría que esas personas estuvieran vendiendo sus casas por menos que su valor «real». El valor de la vida en esa pequeña comunidad simplemente habría disminuido junto con las oportunidades de trabajo, y los precios de las casas estarían reflejando ese hecho. Los nuevos y más bajos precios reflejarían la nueva realidad tan bien como los precios anteriores reflejaban la realidad anterior. Un estudio sobre los precios de las casas en varias ciudades del estado de Nueva York que estaban perdiendo población en la década de 1990 concluyó que mientras que los precios caían en dichas comunidades, subían en otras ciudades del mismo estado y en todo el país. Éste es el resultado previsible cuando se entienden los principios económicos elementales. Los precios ascendentes eran tan «reales» como los descendentes.

La razón principal por la que no existe un valor objetivo o «real» es porque si éste existiese no habría ninguna base racional para realizar transacciones económicas. Cuando alguien paga 50 céntimos por un periódico, obviamente es porque aquel periódico es más valioso para esa persona que sus 50 céntimos. Al mismo tiempo, la única razón por la que hay personas dispuestas a vender periódicos es porque los 50 céntimos les son más valiosos que los periódicos. Si el periódico —o cualquier otro bien— tuviera un valor «real» u objetivo, ni el comprador ni el vendedor se beneficiarían de realizar la transacción a un precio igual a ese valor objetivo, dado que lo que se recibe no sería de mayor valor que lo que se entrega. En ese caso, ¿para qué realizar la transacción?

Por otro lado, si el comprador o el vendedor obtuviesen de la transacción más que su valor objetivo, entonces el otro obtendría menos. El que obtuvo menos se preguntaría, entonces, ¿para qué continuar realizando esta transacción si voy a ser continuamente engañado? Las transacciones continuadas entre comprador y vendedor tienen sentido tan sólo si el valor es subjetivo, y cada quien obtiene lo que subjetivamente considera de mayor valor.

PRECIOS Y SUMINISTROS.

Los precios no solamente racionan los suministros existentes, sino que actúan como poderosos incentivos para que éstos aumenten o disminuyan en respuesta a la demanda cambiante. Cuando una mala cosecha en cierta región provoca un repentino aumento en la demanda de alimentos importados para esa región, los proveedores se apresuran a ser los primeros en acudir allí desde otros lugares, con la finalidad de poder capitalizar los precios altos, que permanecerán así hasta que lleguen más suministros y provoquen el descenso de los precios debido a la competencia. Desde el punto de vista de la gente hambrienta en esa región, esto significa que la comida les será suministrada rápidamente por unos proveedores «avaros», que probablemente serán mucho más rápidos de lo que serían empleados públicos enviados en una misión humanitaria.

Impulsados por el deseo de ganar una buena cantidad de dinero por la venta de alimento, los proveedores estarán dispuestos a tomar atajos o viajar de noche por caminos sinuosos, mientras que quienes operan «por el interés público» estarán más inclinados a proceder de una manera menos apresurada y a través de caminos más seguros y cómodos. En resumen, las personas tienden a hacer más por su propio beneficio que por el beneficio de otros. Los precios que fluctúan libremente pueden hacer que ese beneficio también sea útil para otros. En el caso del suministro de alimento, su rápida provisión puede establecer la diferencia entre el hambre temporal y la muerte por hambruna o por enfermedades a las que la gente desnutrida es más propensa. Cuando se producen hambrunas locales en los países del Tercer Mundo, no es raro ver que el alimento suministrado por las agencias internacionales al gobierno nacional se pudre en los muelles mientras la gente muere de hambre tierra adentro. Con todo lo poco atractiva que la avaricia pueda parecer, es más probable que logre transportar el alimento mucho más rápido, y así salvar más vidas.

Las ganancias y las pérdidas no son hechos aislados o independientes. El papel crucial de los precios es conectar una vasta red de actividades económicas entre personas que no pueden conocerse por estar dispersas en diferentes lugares. Will Rogers dijo: «No podríamos vivir ni un solo día sin depender de los demás». Los precios son los que hacen posible esa dependencia al conectar los intereses de los demás con los nuestros.

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